Siempre que me suicido despierto en Cali (soneto)



Cada muerte me lleva al mismo aciago despertar,
Cali, ciudad maldita, donde no puedo expirar.
Un bucle anodino, una condena sin fin,
una pesadilla eterna que me hunde en el hastío más senil.

Con cada paso que doy, la ciudad se pudre,
un hedor nauseabundo que me invade sin angustia.
Las pieles sudorosas se mezclan en un mar de asfixia,
un smog pestilente que ahoga mi alma con saña y perfidia.

La vainilla en splash, un aroma empalagoso y vulgar,
inunda las calles con su peste nauseabunda.
Olor a miseria, a podredumbre y a abyección,
un insulto a la vida, una vil afrenta a la creación.

Anhelo la destrucción de este nido de infamia,
un fuego purificador que consuma su ignominia.
Sueño con ver a Cali reducida a cenizas,
borrada del mapa, eliminada de las misas negras.

El gato es cenizo

Hay otoño en la sala y el pequeño espiritu aprende a cazar. Temo que se escape, en ocasiones lo encuentro tentando su novena vida en las cuerdas de la hamaca.

La torre de Jung está protegida por dos bestias, yo la abandono intranquilo para dejarme llevar por el tumulto que festeja, han decidido congregar a la oposición en el epicentro de la resistencia local, para que con los ojos empantanados se maten a rimas.

Blasfemo un verso con la boca sabiendo a chicha. Ya no me quito la gorra desde que ví una foto de cuando era un infante.

Tenía la cara redonda y los ojos de ambar, era intrepido, confiado, rodeado por seres que con alegría celebraban mis vuelos y caídas. Sobre todo las caídas.

Me muevo al ritmo del boom bap, escupen y escupen pero yo solo puedo sentir la euforia inducida por el vino y los ojos que se chocan con los míos y las sonrisas que lavan en cascada el miedo, han pasado muchos años flaco y vos nunca querés ser el mismo, te incomoda una piel que no sabe otra forma de crecer que devorarse desde adentro.

Divergencia estética: Artes audiovisuales

Los iconoclastas en el cine no se conformaron con las convenciones establecidas. Quentin Tarantino, por ejemplo, revolucionó el cine con su estilo no lineal y su audaz uso de la violencia. En películas como «Pulp Fiction», Tarantino entrelazó varias historias aparentemente independientes, creando una narrativa no lineal que sorprendió al público y desafió su percepción temporal. Además, su uso de la violencia gráfica como herramienta narrativa generó controversia, pero al mismo tiempo, le permitió crear un impacto emocional y estilístico único en sus películas.

Por otro lado, Lars von Trier llevó su audacia al extremo con películas como «Antichrist» y «Melancholia». Estas obras desafiaron los conceptos tradicionales de moralidad y presentaron personajes atormentados y situaciones perturbadoras. Von Trier utilizó una estética visual impresionante para sumergir a los espectadores en un estado emocional complejo y provocador, rompiendo con las convenciones narrativas tradicionales y exponiendo la oscuridad inherente en la psique humana.

En el ámbito de la televisión, los iconoclastas dejaron su marca al presentar narrativas y personajes fuera de lo común. David Lynch, con su icónica serie «Twin Peaks», desafió la narrativa lineal y las normas del género policial. La serie presentó una atmósfera surrealista y enigmática, donde la línea entre realidad y sueño se difuminaba, sumergiendo a los espectadores en un mundo desconocido y perturbador. Lynch elevó la televisión a un nivel artístico y emocionalmente profundo, mostrando cómo el medio podía ser una plataforma para la expresión creativa y la experimentación.

Por otro lado, Vince Gilligan rompió con los estereotipos tradicionales de los personajes televisivos en «Breaking Bad». Su protagonista, Walter White, un profesor de química convertido en narcotraficante, desafió las expectativas del público y se convirtió en un antihéroe moralmente ambiguo. Gilligan desarrolló una narrativa compleja y tensa que llevó al público a empatizar con un personaje cuestionable y lo mantuvo al borde de sus asientos durante toda la serie. Esta aproximación innovadora a la televisión mostró que el medio podía abordar temas morales complejos y presentar personajes multidimensionales y fascinantes.

Los iconoclastas en el arte multimedia han utilizado la experimentalidad para desafiar las percepciones del espectador y crear experiencias inmersivas. Bill Viola ha sido reconocido por sus instalaciones de videoarte que exploran temas existenciales y espirituales. Sus obras como «The Crossing» y «The Greeting» llevan a los espectadores a un viaje introspectivo y emocional, utilizando la tecnología del video para crear imágenes impactantes y emocionantes. Viola rompe con las formas de arte tradicionales, invitando al público a sumergirse en sus creaciones y reflexionar sobre la vida, la muerte y la espiritualidad.

Pipilotti Rist, por su parte, ha desafiado las convenciones del arte tradicional mediante la combinación de imágenes de video con esculturas y elementos visuales sorprendentes. Sus instalaciones, como «Pixel Forest» y «Sip My Ocean», crean un mundo onírico y sensorial, donde el espectador se sumerge en un universo visualmente impactante y estimulante. Rist ha demostrado cómo el arte multimedia puede crear experiencias envolventes y emocionales, conectando directamente con las emociones y la psique del espectador.

Los iconoclastas en el cine documental han utilizado este medio para cuestionar las narrativas dominantes y provocar la reflexión. Michael Moore es conocido por su estilo provocador y crítico en documentales como «Bowling for Columbine» y «Fahrenheit 9/11». Moore utiliza el cine documental como una plataforma para abordar temas sociales y políticos de manera incisiva y desafiante. Sus obras han generado debates y han llevado a la audiencia a cuestionar las estructuras de poder y las instituciones establecidas.

Joshua Oppenheimer, por su parte, ha explorado los traumas del pasado a través de documentales experimentales como «The Act of Killing» y «The Look of Silence». Oppenheimer desafía las convenciones del cine documental, utilizando un enfoque artístico y experimental para abordar temas sensibles y dolorosos, como los crímenes de lesa humanidad en Indonesia. Sus obras exponen verdades incómodas y han sido elogiadas por su enfoque innovador en el cine documental.

Los iconoclastas en las artes audiovisuales han sido fuerzas disruptivas que han impulsado la evolución del cine, la televisión y el arte multimedia. Su audacia y creatividad han dejado una huella perdurable en la industria del entretenimiento, desafiando las normas establecidas y llevando al público a nuevos territorios emocionales e intelectuales. Su legado continúa inspirando a futuras generaciones de creadores a pensar de manera audaz y a seguir desafiando lo establecido en busca de una expresión artística más profunda y significativa.

País Feudal

El destino de una raza en una reunión de burócratas.

El Congreso de Cúcuta fue un importante evento político que tuvo lugar en  Colombia, en 1831. Cúcuta es la misma tierra que vio nacer a mi padre, a mi abuelo y al abuelo de mi abuelo. Su historia es prolija, pero lo que no se ha dicho de ella lo es aún más.Los representantes de varios países de América del Sur, incluyendo Colombia, Venezuela, Ecuador y Bolivia, se reunieron para discutir cómo se podría lograr la unificación de los países independientes y cómo se podría establecer un gobierno común.

Fue convocado por Simón Bolívar, quien quería un gobierno federal para los países independientes de América del Sur. Aunque muchos de los líderes presentes estaban de acuerdo en la necesidad de un gobierno federal, también había algunas diferencias de opinión sobre cómo debía estructurarse exactamente ese gobierno. Tuve la oportunidad de ser testigo de dicho evento en uno de mis viajes al desierto del norte. El mismo año en que fusilaron a mi buen amigo Vicente Guerrero. Fue traicionado en un bergantín plagado de mercenarios. 

Recuerdo aquella época como una sopa de cultivo para la ambición e hipocresía. El mundo no estaba listo para afrontar el poder de la nueva hueste de hombres, que surgía al combinar la virtud del intelecto con la tradición del mar y el monte. Bolívar traicionó a Francisco de Miranda y estoy seguro que también a José Prudencio Padilla, quien pudo haber llevado a cabo un movimiento antiesclavista adelantado a su época. 

De pie ante el estrado, enjuto, con el rostro pétreo y  la contextura de un muchacho débil, estaba  Simón Bolívar. Miraba a Francisco de Paula Santander con desafío, iracundo porque como todo hombre inseguro odiaba ser cuestionado. 

Bolívar: ¿Cómo puedes sugerir un sistema centralizado después de todo lo que hemos luchado por la independencia? ¡Es una forma de volver a la opresión y el dominio que hemos intentado eliminar!

Santander: Así no son las cosas. Un gobierno fuerte es necesario para mantener la estabilidad y la unidad en nuestras naciones.

Bolívar: ¿Y qué pasa con la libertad y la democracia? ¡Un gobierno fuerte y centralizado es peligroso y puede conducir a la opresión o peor, a la insurrección!

Santander: ¡Eso es una tontería! Un gobierno fuerte no tiene por qué ser opresivo. ¡Es necesario para mantener el orden y la paz en nuestras naciones! Es necesario para traer los ideales del nuevo mundo a esta tierra, antigua y malentendida. No queramos disfrazar de heroismo lo que ha sido genocidio. 

Bolívar: ¡No puedo creer que estemos discutiendo esto! ¡Hemos luchado juntos por la independencia y ahora estás sugiriendo volver a la opresión!

Santander: ¡No estoy sugiriendo volver a la opresión! ¡Estoy tratando de encontrar una solución que beneficie a todos y mantenga la unidad en nuestras naciones! No intentes manipular mis palabras, viejo amigo, no restes importancia a los aquí presentes, que son todos bien entendidos. 

Bolívar: ¡No puedo trabajar contigo si no entiendes lo que estamos tratando de lograr! ¡Nuestra lucha es por la libertad y la democracia, no por la opresión y el dominio!

Santander: No me hables de libertad, ni de dominio, que me ha quedado claro cuanto atesoras el poder.  Cuando no puedes obtener libertad te rodeas de los símbolos que la representan. 

Dicho esto, Santander se retiró del salón ante la mirada atónita de las delegaciones presentes. Bolívar trató de retomar su discurso, logrando encantar a la multitud con su decorada verborrea. Promesas de tierra y linaje, una tierra ajena y una hueste de truhanes y oportunistas, que ha logrado colarse hasta nuestros días y se disfraza de clase dirigente. Si en aquel congreso Bolívar hubiese escuchado, tal vez, Colombia no seguiría siendo 191 años después, un país feudal. 

Obituario

¿De dónde sale tanta nea?

El señor J los vendía armados, lo conocí en el barrio que tenía bosque, en un principio era receloso y los encuentros eran meros intercambios, dinero por monte. La calidad de su W no era óptima, cuando estaba muy vieja daba dolor de cabeza y llevaba a la reflexión sobre el camino de violencia y sangre que vivió entre el cultivo y el porro. Cuando estaba feliz me  invitaba a fumar “Quédese un ratito, cual afán”, las conversaciones eran ligeras, aunque solo al principio, su manera de expresarse y sus ideas sobre el mundo no eran muy dispares a las mías. 

Alguna vez llegó a contarme que creía vivir en un sistema fallido, que el mundo era movido por las economías ilícitas y que si uno quería triunfar debía hacerse camino en ellas, un buen camino. Hablaba de grandes proyectos, de kilos, de aduanas, de sobornos, un mundo que lo tentó pero jamás mancilló su libre pensar. Iba a ser abogado, de la Santiago, pero la cagó tanto que no pudo encontrar manera de regresar. 

El señor J los vendía armados, pero también en moños. Cuando no podía salir a recibirle lo hacía mi esposa. Margarita también descubrió esa chispa del intelecto, cierta coraza que hacía que las charlas con él fuesen amenas. Nos trataba diferente, nosotros que tratamos por igual a jíbaros, bandidos y doctores, construimos una sólida camaradería. El señor J me ofrecía los pases de vez en cuando, “Ya no, man, ya nada químico”, sonreía con aprobación y emparejaba las dos ñatas. Sufrí mucho el inicio de mi vida laboral, no lograba tragarme jerarquías, horarios y el hecho de que mi alma fuese de una compañía transnacional, de un hijo de perra calvo que se enriquecía gracias a la plusvalía, a costa de la salud mental y física de jóvenes con necesidad. Nadie trabaja en un call center por gusto.

 Solía tener jornadas nocturnas, lo llamaba para concretar y debido a la hora me contestaba con la lengua dormida, borracho y pepo. “Si, rey, en el puente rey, en 5 rey”, Margarita me acompañaba y lo encontrabamos tambaleandose, sonriendo con la mirada perdida. Sacaba una canana y nos daba cinco por diez mil pesos, para luego perderse entre la noche, deambulando entre esta vida y la otra, entre este plano y el otro. 

Tenía esposa y dos niños felices, de lunes a viernes acompañaba al mayor al colegio, decía que nadie lo cuidaría mejor, que su esposa y sus hijos estaban a salvo con él, que nada ni nadie podría dañarlos y quien lo intentase se las vería con él y con sus gatos. Su esposa lo amaba, no era sino reparar su forma de mirarle, la paciencia y la entrega con la que llevaba el matrimonio. J era especial, un hombre bueno, un hombre antiguo, mancillado por el malestar de la cultura, un paria. 

En agosto caminaba con Margarita por el barrio, nos encontramos con el señor J en el puente, le vimos apurado, corría de los tombos quienes estaban de caza. Nos entregó los cinco armados y siguió su camino en medio de la maraña. Escuchamos golpes secos y gritos de dolor, nos devolvimos corriendo, encontrando que la policía lo golpeaba con sevicia. Grité, como si el delincuente fuera el tombo y no al contrario. Lo soltaron en el acto y ante nuestra presencia se marcharon apenados, tombos hijos de puta, el bosque es santuario.  A mediados de Octubre me levantó una moto, me dirigía en bicicleta hacia el trabajo (Otro mejor que el malparido call center) quien conducía era vigilante para una fábrica  metalúrgica y tras un turno de noche, invadió la ciclo ruta y aplastó mi cuerpo contra un separador de concreto. Sufrí tres fracturas y me dolía respirar. El pie derecho tuvo que ser intervenido en quirófano, la rodilla izquierda con yeso. Margarita fue mis piernas, mi espalda y brazos. El señor J durante el primer mes de recuperación me llevaba la W a la casa y cuando Margarita estaba muy ocupada para recogerla la encaletaba en el tallo de una mata de plátano.

 Preguntaba constantemente por mi recuperación, ofendido con quien me dañó y sugiriendo una venganza. Hace menos de una semana que no vivo en el barrio, pensaba decirle al señor J, que ya no podría comprarle más, que muchas gracias por todo, por las veces que caminó más de la cuenta para comprarle a los mágicos, 5 por 10. Los camellos si me fiaban, dos o tres días. Me gustaría haberle dicho lo que pienso de él, que al igual que yo  parece ser un mosca entre flores,  que los hombres como nosotros tienen un camino largo, donde uno mismo es el enemigo magno. Me hubiese gustado decirle que lo consideraba mi amigo. Hace tres días Margarita me dijo que habían matado al señor J, estaba en siloé con un gordo, él no le debía nada a nadie, fue  daño colateral. Era todo para su familia, su partida no es una tragedia nacional, pero, puta, a mi me dolió. Buen viaje, mi amigo.

Diógenes o el mar

Cachorro de perro viejo,

Te pesa el sombrero ajeno porque aún no encuentras el propio,

Contrincante de duelos saldados,

Retazo de cobija siete tigres,

Deseoso estoy de que emigres a una tierra de dioses antiguos,

No de los de yeso y cartón,

Ni de los pederastas, Anti nupcias e iconoclastas,

Cachorro de perro viejo, El viejo mundo será pulmón.

Y ya no estás tan cachorro,

Y ya no conquistas pesares,

Ahora solo te engullen,

Aúllas, porque no quieres morderlo, Porque te crees elegía,

Porque preferís las retiradas, Porque no encuentras virtud, solo un atisbo,

Un melisma, un susurro, un beso bien dado,

Un dado siempre cayendo en par,

Un par de cuerpos estridentes,

su sudor y tu presente con cara de flor.

Si no me encuentran antes que el barco zarpe,

Si no me extirpan el tumor derecho,

Si decido ser blando antes que diestro,

Si me entrego al oficio del azar y la tinta,

De la lujuria y la risa, Del vacío en el ser,

Me sabré profeta en tierra de nadie.

Perro viejo junto al camino,

Cínico solitario, Añorado patriarca,

Siempre viva reliquia,

Me veo al espejo roto, Aún me faltan muescas,

Me siento en el trono adusto, pero el trono es de cartón.

Conozco el camino a los viejos bares,

Donde ya no se bebe, Donde ya nadie escribe,

Donde se retuercen atrofiados,

Donde no tiene lugar el bohemio,

Donde se menosprecia el saber amar.

Me enemisté a destiempo con la cultura,

Soy bagazo de un excelso vino,

El profeta en tierra de nadie,

Perro viejo, como Diógenes o el mar.

Las cloacas de Alejandría

Por Santiago Angarita Yela

Aquel que dice que la realidad es plana, es porque jamás la ha visto desde los ojos de una rata. Siempre he sentido fascinación por estas peculiares alimañas. Prestigiosas escapistas. Dueñas del inframundo. Con fauces capaces de pulverizar concreto. Cali no es tierra de ratas, hay ciudades que, al encenderse las farolas, son inundadas por bigotudos ciudadanos de tercera clase.  Sin embargo, vivir al lado del cadáver de un río profanado por los desechos de un barrio maqueta, facilita el avistamiento de maravillosos ejemplares. Del tamaño de un cachorro de bulldog y diez veces más ágiles que cualquier felino. Yo que no soy ajeno a las riveras fangosas del comunitario desagüe, he contado con la fortuna de escuchar de las fauces de las ratas, alucinadas aventuras.

Fue el martes pasado, después de una larga jornada de clases. Me abastecí de un par de cervezas y media de rojo. Caminé hasta el caño y me senté tras el salvaje césped. Oculto en la maleza, para que la tomba no me vea y los perros no me huelan. Dos ratas jóvenes flotaban sobre una tabla de catre roto. Tan ensimismadas en su conversación estaban que no se percataron de mi invasora presencia. Sentí que no era correcto espiar su intimidad, pero me sentí profundamente atraído hacia un comentario del más grande de los roedores:

—Yo no soy ningún cachorro. He sido rata tanto de iglesia como de burdel. Y no ha habido otro lugar más lleno de visajes, que la torre Alejandría.

La torre Alejandría, es un edificio enano. De cinco pisos, al cual tengo plena vista desde mi balcón. Paso mucho tiempo observando desde lo alto. Vivo en un décimo piso y la alarma de incendios en el corredor, me obliga a fumar a la intemperie. Este condicional extremo, me ha hecho adquirir la vocación de voyerista, paso horas observando a los habitantes de Alejandría, encuadrando apartamento por apartamento. Imaginando las vidas de las siluetas en el interior. Sin embargo, preso de mi inquieta libido, me enfoco en solo una hilera de ventanas. Aquellas en las que voluptuosas musas se pavonean envestidas en nada más que lencería quita fácil. Estos deslices espirituales atrofian mi verdadera percepción, así que decidí prestar suma atención a la conversación de las alimañas; para ver si ellas habían olfateado algo que yo no.

No ostento una memoria privilegiada, pero mi inconsciente eventualmente, logra sorprenderme con una clasificación efectiva de lo que a diario percibo, capitulaciones, seriados, esquemas. La conversación de los roedores se extendió por algo más de una hora, pero yo no pienso extenderme tanto, lo de esta generación, es la inmediatez.  Dicho todo esto, me complace presentarles el informe de mi roedor espionaje. Cinco detonantes escenas, una por cada piso de Alejandría. Sirviendo de escriba, a las cavilaciones cósmicas de dos ratas apartamenteras.

Apartamento 102

En el 102 se vive un silencio pre tormenta, letargo que se rompe siempre a las seis de la tarde, cuando ingresan irritables los tres individuos que juegan a ser una familia. Camilo, es el padre y Mónica se desempeña como madre, guardando algunos vestigios de la depresión post-parto. Viviana es la más cuerda del núcleo, aun no tiene edad para ir al colegio, así que mientras sus padres laboran, ella pasa los días en la vieja casona de su abuelo. A pesar de su corta edad, sabe que el prefabricado edificio de sus padres, no es lugar para estimular imaginarios, las siempre iguales paredes no pueden ser dibujadas y correr en las áreas públicas es inadmisible. No encuentra magia alguna en sus vecinos de plástico, en los hombres Armani y la keratina mensual.

Solo ha leído dos libros en su corta vida, uno sobre animales antropomórficos, que jugaban en un claro de luna a tener problemas existenciales y otro sobre traiciones en una granja, el segundo le recuerda un poco a su padre, quien de vez en mes deja escapar reproches con poco tacto.

—¡Yo me casé con vos por Viviana! ¿Qué pretendías al mostrarme a otra que no eras vos? ¿Dónde está esa mujer Mónica? ¿Dónde está?

Viviana sin entender, le reclamaba a su padre el maltrato, ganándose sin méritos par palmadas y un boleto a su habitación. Mónica, trabajaba en un call center, debía soportar a diario la ira de desadaptados clientes, que se desquitaban con el obrero por los pecados del patrón. En la oficina la morboseaban en dos de cada tres cubículos, La única estimulación de eros que vivía durante la semana. Desde el nacimiento de Viviana, el coito, había sido relegados a cuartos de hora sin alma, siempre a las doce el primer domingo del mes. No era que la presencia de la niña interviniese con la intimidad. Viviana pasaba poco tiempo en la casa.

De siete de la mañana a cinco y media de la tarde, la crianza era responsabilidad de su abuelo. Marcos, un viejo bien tenido. Melena agreste, canas hasta en las cejas y una candonga gitana en la oreja izquierda. Era el abuelo paterno, pero nunca había sido padre de Camilo. Lo había abandonado durante veinte años y un buen día se le dio por aparecer en el entierro de su ex esposa. Camilo le reprochó en cada ocasión que tuvo. Lo bautizó con apelativos hirientes y amenazó con matarlo si se acercaba a su nueva e idílica familia. Las ayudas económicas de Marcos hacia Viviana, empezaron a ablandar a Camilo y después de un par de millones, aceptó pactar un diálogo.

—Yo no estaba listo para ser tu padre—dijo el viejo exponiendo el cuello a los rencores—, pero lo que es cierto que es que nada nunca te faltó. A tu madre le hice llegar siempre puntual más dinero del que podían gastar. Ha pasado mucho tiempo, he recorrido el mundo a bordo de una docena de navíos y puedo decir con total entereza, que ya estoy listo para ser padre.  Es un poco tarde para ti, pero podría ser de gran ayuda para Viviana.

Camilo se negó a la propuesta. A pesar de la promesa de dinero, no podía procesar su corto entendimiento, que su ausente padre quisiese apadrinar a su hija. Al no poder emitir un veredicto contundente, decidió compartir o más bien relegar la decisión a su esposa.

—¿Te embobaste o qué? Si el te mantuvo toda la vida también nos puede ayudar con Viviana.

—No pienso dejar que se acerque a Viviana—espetó molesto—, ni por el putas. Ese man nunca dio la cara. Me mandaba plata como si yo fuese un mendigo. Nunca hubo amor, ni mierda.

—Pues me importa un rábano. Viviana merece un buen futuro y ni vos ni yo podemos darle todo lo que tu papá puede.

Y las banales aspiraciones de clase media, hicieron que camilo aceptase a su padre de vuelta. Como proveedor y patriarca simbólico.  Título que le otorgaba la potestad de la pequeña Viviana lo que restaba de su  primera infancia. Viviana, en ocasiones, fingiendo confusión llamaba padre a su abuelo. Ramiro la corregía sin mucha convicción, sintiendo como las muestras de cariño de su nieta, le mataban la melancolía que una vez lo arrojó al mar. En el imaginario de la niña, Camilo era el hombre que la reprendía de noche. Viviana su madre y Ramiro su universo.

Camilo, se masturbaba de manera compulsiva, siempre a las nueve antes de irse  a la cama. Tal vez esa era la razón por la que no sentía ganas de abordar a Mónica. Mónica, no le era infiel a pesar de las múltiples oportunidades que a diario se presentaban. En su oficina, era la casada más apetecida. Ella fingía sentirse agusto con su dinámica de vida, pero los domingos en la tarde, rompiendo  ventanas sin levantarse del piso de la ducha, entendía que había caído en un letargo sin retorno. Vivía, porque no sentía ganas de morir. Moría, con cada noche que debía afrontar la estúpida mueca de Camilo roncando.

La razón de que los roedores, considerasen la historia del 102 digna de ser comentada, fue el suceso que presenciaron cuando decidieron ir al robar comida a medio día y no a media noche. Desparramada con las piernas en alto, gritaba Mónica de placer con don Ramiro apretando e la cadera. En la mesa del comedor, con los pocillos del tinto rotos y la alfombra manchada. Sus encuentros llevaban más que un par de meses,  varios años, la edad de Viviana.  Los niños al igual que los artistas son videntes en potencia, y si Viviana decidió que Ramiro era más padre que  aquel que le dio recipiente a su alma. Hizo el anhelo que el pensamiento se hiciese verbo.

 

Apartamento 202

Los Alarcón se mudaron al sur a pesar de haber prometido durante toda su juventud, que el día en que Andresito se graduase del colegio, comprarían unas cuantas hectáreas a las afueras de la ciudad. El barrio que escogieron no quedaba a las afueras de la ciudad, pero si, justo al lado de la universidad de Andrés. Iban a poder mantenerlo vigilado unos años más, tal vez incluso hasta después de la maestría. Andrés pensó que si declaraba la inconformidad podría desligarse de los grilletes de amor punzante.

—No es justo tener que viajar más de una hora para llegar a la universidad—dijo convencido  de que el reproche significaría independencia—, he sido un buen estudiante, jamás los he contrariado ¡Merezco vivir más cerca!

Inmensa su sorpresa, al escuchar de boca de su padre, que si se mudaban cerca de la universidad, lo harían juntos, porque “la familia unida era inquebrantable”. Alquilarían la vieja casona en el oeste y con eso pagarían un cómodo departamento de barrio prefabricado. Andrés, se había acostumbrado ya al control. Era una cómoda postura para adoptar, sin lugar para la duda, ni para el error. No tenía que escoger qué comida comer, ni con qué ropa vestirse, incluso el veredicto final sobre sus actuales parejas, lo dejaba en manos de sus padres. Ellos se encargaban de todo, de organizar el sendero seguro, para que su único hijo, caminase impoluto, con el pelo engominado y los zapatos lustrados.

Andrés no había considerado error alguno en su forma de vida, a veces añoraba un poco más de sorpresa, un poco de inestabilidad para equilibrarla. Pero nunca, se había cuestionado de la manera en que lo hizo al conocer a Mario. Mario, era el opuesto de Andrés, desde sus inclinaciones ideológicas, hasta los arquetipos de la mujer ideal. A Andrés le gustaban puritanas y Mario no hacía más que cosechar chicas Almodóvar. Los controladores padres odiaban al alucinado hidalgo. Veían en el un nefasto enemigo, una pandemia, una revolución. Aquel quien con dos versos podría derribar diez y ocho años de solidas murallas. Mario necesito mucho menos de diez y ocho años, un fin de semana y dos cuartos de LSD, para incinerar el velo que evitaba que Andrés vislumbrase más de una dimensión.

Los padres de Andrés se vieron obligados a viajar a Buga, para asistir al velorio de un primo en tercer grado, consanguineidad nula, hipocresía familiar. Andrés se quedó con la excusa de sus primeros parciales, quería prepararse lo mejor posible para resaltar desde el primer momento. Mario, al enterarse de la ausencia de los carceleros, le pidió a Andrés posada el fin de semana entero. Con la promesa de que no solo estudiarían, sino que aprenderían a volar sobre las praderas de la exocolonia, montados en la barra de una bicicleta holandesa, rozando con la lengua los pistilos de variopintos tulipanes.

Se abastecieron con abundante agua, cuatro paquetes de gusanos de goma y dos Pokersaurios. Un par de horas más tarde, los efectos de la sustancia modificaron  con violencia la conducta de la joven dupla. El primero en sentirlo fue Mario, quien al entrar en contacto con el agua del fregadero, afirmó sentir como el río sufría con las constantes profanaciones de las industrias. Fue tan vivida la revelación, que tuvo que sentarse a recuperar la respiración.

—¿Está todo bien pana?—le preguntó Andrés, tratando de evitar que la cocina se desdibujase.

Las paredes se derretían, empañadas en vapor. Destilaban colores sobre la baldosa, los cuadros de Matisse.  Musas felinianas bailaban fox trot, en pijama, sobre los balcones de la torre del frente. Andrés se esforzaba a sentir empatía, a comprender el cataclismo interno que Mario con angustia soportaba.

—Nada está bien mi perro. El río está agonizando y me ha dicho llorando que esta noche con temor afrontará la muerte.

Alterado por la lisergia, las palabras de Mario sonaban como el más ilustre de los manifiestos. Andrés se puso en pie y caminando hacia la puerta se giró al notar que Mario no lo seguía.

—Ponéte unos zapatos. Vamos a evitar que maten a ese hijueputa.

A mitad de la noche, los alucinados hidalgos abandonaron Alejandría. Caminaron hacia la rivera del caño y tomaron con sus manos entorpecidas dos pesadas piedras. Sin hablarse, filosofaron sobre los destinos del río. La escasa salud que presentaba, tan decaída que se había visto obligado a pedir la ayuda de dos mediocres especímenes humanos. Montaron guardia, muy atentos. Sentados como cavernícolas junto a la olorosa rivera., tratando de no distraerse ante las mil ocurrencias que la lisergia al cerebro incitaban. En las nubes bien dibujadas por los haces de luz, veleros de estrella atracaban en puertos de oniria, sin pasaporte, sin aduanas. El único sonido que los amigos percibían, era el de las ratas, corriendo libres, saltando entre rocas y saltando a las aguas negras, para luego hacer una larga apnea. Ratas de agua, ratas de ciudad, ratas eternas, ratas malversas. Son de ellas las noches, de las alimañas y los vampiros, de los amantes y los gatos.

Un hombre arrastrando un costal de cabuya, se sentó a escasos metros de los viajeros. Aliñó una pipa, que no tenía hierba sino bazuco. Tratando de volar a la par de la psicodelia, pero estrellándose con la naturaleza infernal de las drogas bajas.  Mario se exaltó al ver al hombre acercarse.

—Ese man. Ese man es el que va a asesinar el río—susurró Andrés, poniéndose de pie y acercándose al habitante de calle, con la piedra en mano y los ojos felinos.

EL andariego se encontraba en tal estado de consciencia alterada, que no sintió los pasos ni el zumbido de la piedra rompiendo el silencio.

—¿Qué estás haciendo? ¡Loco hijueputa!—gritó Mario perdiendo la serenidad del ácido.

El vagabundo se retorcía de dolor, le sangraba el pómulo y se cubría la cabeza, agitándose en posición fetal.

—¡Pues eliminando la amenaza del rio!

—Me vas a malviajar pedazo de imbécil. EL no es la causa de la agonía del rio. Los desagües lo son.

Andrés soltó la piedra y se alejó asustado del cuerpo adolorido. Se sentó junto al lecho y rompió en llanto. Mario se acercó a consolarlo.

—Parce, relájese. Si el río muere al menos van a quedar las ratas.

Los roedores seguían saltando de un lado al otro, clavaban y salían del agua en espirales, delfines de cloaca. La danza, despertó a Andrés una idea más pragmática que la violencia física.

—Ya sé manín. Llevemos a esas ratas al conjunto. No se ría, es como el cuento del flautista.

—Pero nosotros no tenemos flautas—replicó Mario.

—¿Para qué flautas? cuando tenemos la banda entera.

Andrés extrajo un celular del bolsillo. Abrió la galería de canciones y le cedió el hechizo a The Roots. What they do fue tan efectiva como las notas del bardo de Hamelín. Las ratas se arremolinaron en torno a los muchachos. Mario sintió algo de miedo. Miedo y admiración, al ver a su buen amigo romper el capullo y expandir la mente. Vibrar en quinte, hechizar ratas. Andrés caminó hacia Alejandría con el celular en alto. En fila india, lo seguían alrededor de treinta ratas. Se contoneaban de un lado al otro. Sintiendo cada pulsación, cada rima funesta de la boca de los hijos de la urbe. Seguían a Andrés, el talentoso encantador, y Mario extasiado cuidaba la retaguardia. Al arribar a la portería, Mario se adelantó para distraer al portero, mientras la legión se tomaba Alejandría.

Los padres de Andrés arribaron de su viaje el domingo a mediodía. Iracundos, porque su hijo llevaba más de doce horas sin responder llamadas. Entraron al 202 y encontraron a Andrés en un rincón, acariciando a un pequeño roedor. Después del escándalo inicial, le ordenaron ir a bañarse de inmediato, a lo que Andrés respondió:

—Suspendieron el servicio de agua, encontraron más de veinte ratas nadando en los tanques. Pero no se preocupen, el río va a vivir una luna más.

Apartamento 302

Evaristo llegaba al 302, agotado y con la gota amenazando con romperle las calcetas. Antes compraba café y pan en el viejo kiosko de guadua, a escasos metros de la correccional de menores, su sempiterno lugar de trabajo.  La correccional, como un fuerte de antaño, rompía la silueta del potrero virgen.  Triple pared, cornisas tapizadas con púas y un guardia como Evaristo, armado y a diez ojos cada par de metros. En el recinto carcelario, yacían privados de la juventud, menores que no lograron encajar con lo sociedad ni con los dogmas. La gran mayoría, tras barrotes por probar la tibieza de la sangre agónica, antes de tener edad para ordenar un whiskey.

Evaristo era el encargado del faro, un potente foco que emite un haz de luz desde la torre más alta del recinto carcelario. Escudriñaba con ella las cornisas, las copas de los árboles y los accesos a las cloacas. Buscando a algún valiente con la estupidez necesaria para saltar la triple pared, esquivar las púas de los ladrillos  y salir ileso de la caída de seis metros. A los guardas de las garitas tanto como al del faro, les habían dado órdenes claras, quien saltase la segunda pared, debía ser detenido por cualquier medio. EL medio, era una carabina punto veintidós de dotación y mal cuidada. Evaristo era hábil con el gatillo, se había criado en una tierra paramilitar y su padre, antes de morir, había jugado para todos los bandos, no lo temblaba la mano ni borracho. Aun así, cuando vio a la chica escalando la tercera pared y el haz de luz se posó sobre el rostro terso, sintió como su dedo se dormía y la muñeca flaqueaba. La joven escapó, ilesa, si es que amortiguaba la alta caída del muro. Evaristo se vio obligado a dar la alarma. Esa misma madrugada, más de un despido se anunció en las oficinas administrativas, pero el nombre de Evaristo no sonó en ninguna liquidación, su antigüedad, lo hacía intocable.

—El reflector no detectó nada. La culpa es de los de celda y patio, el recluso se les escapó en las narices—declaró solemne, con la capacidad de engaño inherente a la edad.

El barrio Bochalema, hogar de Evaristo y la correccional, fue cercado desde la universidad autónoma hasta el puente de origen de la panamericana. La fugitiva se llamaba Eugenia, nadie, a excepción de las directivas conocía la razón veraz de su condena. Se decía que había asesinado a su tío con tan solo catorce años, otros afirmaban que disfrutaba de ungir gatos en aceite hirviente. Eran meras especulaciones. Evaristo, quien jamás tenía contacto con los presos, había intercambiado con ella un par de palabras, en uno de los muchos reemplazos de turno, que hacía para los guardas más jóvenes.

—¿Que se siente vivir afuera de estos muros de mierda?—le preguntó con ojos coquetos mientras barría el pasillo adyacente al patio de deportes.

—Está edificación es lo único que he visto desde hace muchos años. Puede que no viva aquí pelada, pero desde mi balcón se ve el patio interno y todas las garitas. No hay hora que pase sin tener la correccional en mis narices. Ha sido así por veinte años.

—Usted es un viejo raro. Raro y amaestrado, un perro viejo, con el cuello en carne viva por el peso de la correa.

Eugenia se marchó ofendida, con la escoba arrastrando. El breve encuentro quedó marcado en la mente de Evaristo con tal magnitud, que su mano tembló al tener que dispararle para evitar la fuga. “Ahí tenés tu perro viejo y sin correa”. Después del papeleo y las declaraciones Evaristo regresó a Alejandría absorto. Sin conseguir borrar de su mente el rostro desesperado de la joven prófuga, tratar de borrar recuerdos solo acrecienta la importancia de estos. La menuda muchacha, había escalado y saltado cual musaraña tres paredes que cuadruplican su tamaño. En las noticias locales, ya se daba cubrimiento de la fuga, mentían diciendo que la menor había escapado con la ayuda de una banda juvenil de más de veinte integrantes, mentían para encubrir la ineptitud del estado hasta en asuntos de represión. Evaristo, yacía en su solitaria cama doble. Descalzo y con la abultada barriga al aire. Su apartamento impoluto, reluciente y con olor a cidrón. Una mujer unos años mayor que él, le ayudaba a hacer el aseo dos veces por semanas a cambio de un par de minutos de acción en la alfombra. Evaristo jamás se había casado y la soledad de un hombre viejo, perpetúan el orden físico y desordena la mente.

Se alistaba para dormir, programó el temporizador del televisor a cuarenta minutos. No concebía cruzar el umbral en silencio. El televisor se apagó y su prometedor sueño fue interrumpido por el estrepitoso timbre de la puerta.  Con los ojos hinchados y el cuerpo torpe caminó hacia la entrada.

—¿Quién es? ¿No ve  la hora que es?—reprochó, abriendo la puerta de mala gana. Todo atisbo de somnolencia abandonó su cuerpo.

 Al ver que la mujer en el umbral era Eugenia. Empapada hasta la coronilla, tiritaba de frío y apestaba a cloaca. Al ver al corpulento hombre, se lanzó a abrazarlo como quien se encuentra con un viejo amor.

—Vas a entrar a tu habitación y sin pronunciar una sola palabra, te despojarás de tu ropa. Yo saldré de la ducha en diez minutos, te recordaré con gusto lo que es amar con fuego y me enseñarás complacido las artes que solo la experiencia otorga.

Evaristo, cerró la puerta apresurado y siguió al pie de la letra las instrucciones de la alucinada. Pensó que se trataba de algún retorcido sueño. Solo en un sueño aquella muchacha lograría evadir la ley y escabullirse hacia el lecho de un decrépito guarda en el tercer piso de Alejandría. Diez minutos más tarde, Eugenia salía del baño con la piel tapizada en cientos de diamantes. Las gotas, dibujaban sus pechos jóvenes. Piel tersa, todo en su lugar. Hacía dos veintenas que Evaristo no admiraba un cuerpo de Diosa Joven.

—¿Estoy soñando?—interrumpió Evaristo con la respiración agitada.

Eugenia llevó el índice a su boca, indicándole que lo que menos quería era parlotear. Cuarenta y veinte como reza el tema…cincuenta y tres y diecisiete para ser exactos. Evaristo, quien no fumaba y poco bebía, aguanto más rounds de lo previsto, antes de caer fulminado. Eugenia, se marchó con los primeros rayos del alba. Vestida con ropa de hombre y no sin antes dejar una nota con marcador en la pared; nota que corroboró a Evaristo la realidad de su idilio. “Gracias por no apretar el gatillo, mantén la luz del faro siempre lejos de Alejandría”.

Apartamento 402

Una tarántula que recibe adecuados cuidados, puede vivir de veinte a treinta años. Mascota perfecta para los padres de Amalia, seres incapaces de asimilar la mortalidad. Habían perdido tres hijos, dos en gestación y uno debido a una insuficiencia respiratoria. El pequeño, vivió un par de meses y fue tal el impacto que dejó su partida, que el día del entierro junto con el cadáver, sepultaron  todas las pertenencias que recordasen su breve existir. Amalia tenía siete años y con la edad justa en que su razón empezaba a aflorar, en un ataúd color hueso despidió a su posible compañero de juegos.

Debido a los traumantes sucesos, el día que la pequeña decidió pedirles a sus padres autorización para cuidar a una mascota, estos, se vieron obligados a empezar una apoteósica búsqueda para encontrar al animal que en cautiverio más longevo fuese. Los roedores quedaron descartados en el acto, al igual que los felinos, canidos y aves. El temor a que su hija tuviese que lidiar con más pérdidas, los llevó hacia una elección poco ortodoxa: los artrópodos.

Para una mascota tan exótica, debían valerse de previa asesoría. En ninguna tienda de mascotas de la ciudad encontraban arañas. Recorrieron de sur a norte, preguntaron  en la galería y en los consultorios esotéricos. Derrotados, se dispusieron a regresar a casa, preparados para decirle a la pequeña Amalia que mejor optase por una mascota virtual o un amigo imaginario. Antes de regresar a Alejandría, decidieron sin esperanzas, hacer una última parada en una tienda de insumos agropecuarios.  Al preguntar, les respondieron lo mismo que en los lugares previos:

—Las arañas no son buenas mascotas ¿Por qué mejor no te comprás un perro?

Derrotados dieron media vuelta y antes de abandonar la tienda, fueron abordados por uno de los encargados de la bodega.

—Qué pena ser tan metido, pero no todos los día alguien viene a preguntar por arañas. Yo puedo conseguirles lo que buscan. Mi tío tiene un criadero de pollos en Jamundí y no hace más que quejarse por las tarántulas.

El padre de Amalia le ofreció cien mil pesos por una cría. El hombre de la bodega, prometió tener el encargo listo en un par de días. La pequeña Amalia, quien desde su primera infancia dejó entrever el gusto por la diferencia, saltó de alegría al saber que pronto, a su vida llegaría una mascota. Recogieron la tarántula, con cierto temor por la sociedad infundado. La tarántula, no medía más que la tapa de una botella, por su escaso tamaño, podía pasar como una araña común, pero el grosor de sus apéndices delataban su exótica naturaleza. La transportaron a casa en un pequeño recipiente de comida.  No sin antes detenerse en un vivero para comprar tierra y pequeños brotes de césped para adornar el nuevo bioma. Se documentaron sobre los cuidados con diversos artículos de internet. Aprendieron que las tarántulas se alimentaban de pequeños insectos, comían una vez por semana y preferían los grillos ante cualquier otro invertebrado. La alimentación de la tarántula, fue lo que desarrollo en Amalia el habito de explorar praderas, con un recipiente de vidrio y botas de suela gruesa.

No hubo muchas opciones para escoger el nombre de la mascota. Amalia sabia como debía llamarse desde antes de saber que a su vida llegaría. Se llamaría Coltrane, como el hombre en las portadas de la colección de vinilos de su padre. Las primeras semanas de Coltrane, se resumieron a un injusto cautiverio en el diminuto bioma de plástico. Un buen día, Amalia, decidió que su mascota merecía gozar de cierta libertad. Coltrane solía extraviaerse por horas, pero jamás abandonaba el apartamento. Amalia creía que era por el amor que hacia ella sentía, eso y que al vivir en un cuarto piso no tenía praderas hacia las cuales escapar. Regresaba a su bioma únicamente para dormir y devorar los grillos que Amalia para el cazaba.

En los primeros años de tener a la tarántula, Amalia, hablaba orgullosa de su mascota. Acción que le trajo infinidad de problemas para relacionarse. Nadie quería juntarse con la niña que criaba arañas. En la adolescencia, decidió recurrir al anonimato y crear una fachada, manteniendo la relación con Coltrane en un plano más discreto. Cuando recibía visitas, escondía el centenar de fotos instantáneas en la pared de su habitación, encerraba a Coltrane en el bioma y lo metía en un cajón. A medida que las visitas aumentaron, pensó en que tal vez Coltrane soportaría mejor la oscuridad del cajón si tuviese algo de compañía artrópoda. Era imposible, una de las únicas normas de sus padres, era no tener más de una mascota a la vez, para aminorar riesgos de pérdida.

Al ingresar a la universidad, el apartamento familiar pasó a ser solo de Amalia. Su padre, había gestionado con éxito una jugosa pensión y con los ahorros de toda una vida laboral, decidió comprar una pintoresca cabaña en condominio campestre.  Amalia,  pasó a vivir en una libre unión con Coltrane, a escasas cuadras de la universidad. Sus padres, temían que la soledad la hiciese desbordarse hacia los vicios o el libertinaje. Pero a Amalia nada de eso le interesaba, ella no quería desenfreno primíparo, ni revolcones esporádicos. Deseaba más que nada poder llenar el apartamento de hermosas tarántulas.

Amalia, había crecido para convertirse en una hermosa mujer, atractiva a los ojos de cualquier hombre, caderas anchas, mirada de lince y generosa voluptuosidad. Era el tipo de mujer que hace chiflar a empresarios y albañiles. Muchos eran los que la pretendían, pero ella siempre se libraba de ellos con maestría.

—No puedo entrar a nadie a la casa—mentía—,  mi mamá dio la orden en portería.

Y ninguno de sus compañeros llegó  a conocer el 402 de Alejandría.  Se hizo mujer en un motel del centro, con un muchacho de ojos tristes. Pensó que la relación no perduraría, pero entre aprendizajes púberos y delirios de bohemia, logró estirar el final del idilio por un año y dos meses. A pesar de la confianza que lograron engendrar, Amalia, no se atrevía a confesarle su amor por las tarántulas. El, vivía con su abuela, le llamaban Teo, pero en la cédula era Sergio. Amalia, no conocía el hogar de Sergio, ni Sergio el de Amalia, a pesar de su extensa relación, extensa bajo los parámetros de la liquida modernidad. Todos los encuentros se llevaban a cabo en lugares externos. En su búsqueda por el lecho idóneo, recorrieron cuanto motel encontraban en el centro. Cuando estaban cortos de efectivo, eran diez mil pesos cuatro horas. Cuando el dinero abundaba se daban el gusto de visitar habitaciones temáticas en la vía a Jumbo. La joven pareja, había erigido un fuerte lazo alrededor de los momentos de ocio. Mutaron en noctámbulos cinéfilos, cada jueves asistían a teatro experimental y en el bar del obrero, los saludaban por nombre propio.

Al cumplir dos años de noviazgo, ya en cuarto semestre, Teo, le propuso a Amalia irse a vivir juntos. El a su apartamento o ella al de él.

—¿Y qué pasa con tu abuela?

—Se mudó con un tía que vive en Ibagué. No será problema.

—No puedo hacerlo, Teo. No puedo mudarme con vos y mucho menos vos conmigo.

—No entiendo por qué. Ya lo habíamos discutido. Te amo tanto que sería capaz de entregarte todos mis secretos en bandeja de plata.

—Yo no estoy dispuesta eso no quiere decir que no te amé.—Amalia envolvió la mano de Teo con una suave caricia—. Todos amamos diferente.

Teo, se puso en pie ofuscado. La pareja, duró varios días sin contacto alguno. Amalia, se refugió con Coltrain y los otros veinte Artrópodos que había añadido a la familia. El primogénito, tenía ya trece años de edad, medía más que la mano de un herrero y seguía alimentándose de grillos. Teo, faltó a todas las clases de la semana y se negaba a responder llamadas y mensajes de texto. Pero la verdad eventualmente lo fulminó, no podía vivir sin la mujer araña. Pactaron una cita por teléfono  en el quiosco de bareque a escasas cuadras de Alejandría.

—Ve, Amalia. Vas a llevar todos los argumentos preparados. Argumento sólidos, no maricadas, eso de que cada quien ama diferente no me lo voy a tragar. Yo haré lo mismo, te mostraré la razón por la que no te he llevado a mi casa.

Llegaron puntuales a la cita. Amalia con  Coltrain en una caja cubierta por una amplia toalla; su mayor secreto. Teo arribó minutos mapas tarde. Para sorpresa de Amalia también con una caja. Más grande y tapizada con una toalla negra. Se sentaron en una esquina, lejos del tumulto. Amalia fue la primera en intervenir.

—¿Te estás burlando de mí?

—Ve, si vas a comenzar con tu maricada, mejor me devuelvo.

—Deja tu grosería, Teo ¿Que tenés ahí?

—La razón por la cual no podía llevarte a mi casa ¿Que tenes vos ahí?

—Lo mismo. Pero, mostrame vos primero.

—No—replicó Teo—, vamos a hacerlo a la vez.

Teo asintió. La pareja tomó cada uno su respectiva tela y con un solo movimiento dejaron al descubierto sus secretos. En el interior de la caja de Amalia, Coltrane se retorcía incomodo por el repentino cambio de luz. En la de Teo, una imponente serpiente joven se constreñía alrededor de una gruesa rama. Amalia, sintió arcadas al ver a la serpiente. Depredador natural de su amado Coltrain. Tomó la caja en sus manos y corrió fuera del quiosco. Cayó de rodillas, vomitando adolorida. Teo no se inmuto. Permanecía sentado, perplejo, admirando a la tarántula. Después de la despedida, nunca más volvieron a hablarse. En los pasillos de la universidad se evitaban y si coincidían en alguna clase pedían cambio de maestro. Eran incompatibles. Amalia tenía veinte tarántulas y Teo veinte serpientes.

Apartamento 502

Terminaron viviendo en Cali, porque fue en aquella tierra arcana, donde vivieron su primera muerte y segundo nacimiento. Antes de ser convertidos, eran indígenas de la tribu Lili, guerreros, se colgaban los cueros secos de sus enemigos caídos y habían probado carne humana en un par de ocasiones. Fueron convertidos por la mano de un neófito vampiro español, adscrito a la campaña colonizadora. Pensó que sería divertido contar con vampiros infiltrados en las filas de la resistencia.  No contó con que la lealtad y  el amor por la tierra no es una facultad exclusiva de los vivos.

La pareja, se convirtió en el terror de la campaña completa. En vida, eran excelentes guerreros, estrategas natos. La muerte, les agregaba al catálogo capacidades sobrehumanas, imposibilidad de morir a manos de armas comunes y la extensión perpetua del existir. Existir, más no vivir. Aunque vivos se sentían al poder correr más rápido que cualquier jaguar. Arrancar la cabeza del cuello del enemigo con un solo movimiento y almacenar la sangre en vasijas de barro, para cuando el hombre blanco escasease.  Los liles, con su cuota vampírica hubiesen ganado la guerra, Cali hubiese resistido y su ejemplo servido de aliciente para el continente entero. Pero la ambición llevó al cacique Petecuy y su amada esposa, a querer engendrar un ejército completo de guerreros con sus capacidades suprahumanas. Un ejército libertario, de criaturas nocturnas y certeras. Que lucharían desde la Patagonia hasta los casquetes polares, cóndores, jaguares y águilas. El sur, el centro y el norte. América.

Algunas lunas antes del gran error, Petecuy, fue nombrado cacique. Con el cacicazgo vinieron beneficios. Ahora a su disposición marchaba la tribu entera. El proceso de selección fue arduo, escogió solo a los individuos más completos, los más sabios, los más fuertes. Él sabía cómo se llevaba a cabo la conversión vampírica. El español, lo había obligado a ver como convertía a su esposa. El Vampiro daba de beber al individuo un poco de su sangre, torcerle el cuello y enterrarlo durante un ciclo lunar. No era un proceso sencillo, si el cuerpo no se sacaba el día correcto en el espectro horario indicado, el proceso se perdería y el enterrado jamás saldría de su tumba. El vampiro fue reprendido por sus acciones. Se vio obligado a responder por sus acciones ante el mismísimo Sebastián de Belalcazár. Por miedo a perder su privilegiada posición política, aceptó el encargo de acabar con Petecuy y su esposa. El vampiro intentó excusarse, pero Belalcazár no comprendió porque insistía en llamar familia a los dos rebeldes indígenas.

—Ellos son portadores de mi sangre. Los vampiros no podemos engendrar hijos. Los convertidos son lo más cercano que jamás tendremos a una familia.

Belalcazár le ordenó ejecutar la orden sin chistar. Espió al cacique durante varios días, hasta que llegó el día en que el aguerrido aborigen, decidió llevar a cabo el ritual de conversión colectivo. Veinte Indígenas, veinte sabios, veinte aguerridos protectores del bosque. Petecuy les dio a beber a cada uno de a dos gotas y la mujer les torció el cuello sin reparo. Era un hermoso ritual de nacimiento, muerte y nacimiento. Las veinte tumbas fueron cavadas y los cuerpos depositados en ellas. El fulgor de la situación, llevó al cacique y a su amada a despojarse de los pocos ropajes y desembocar el libido exagerado que porta la no muerte. Distraídos y debilitados por perder sangre. No escucharon los pasos del contingente de cuarenta hombres que rodeó el claro en el piedemonte. Apuntando con mosquetes de munición férrica. Espadas de plata y extracto de verbena. En frente del pelotón, sonriendo con los colmillos expuestos se encontraba el vampiro que los había convertido.

—Debo admitir que estoy gratamente sorprendido. Ha de ser por su condición salvaje o la fertilidad del nuevo mundo. No he leído de la pluma de ningún cronista tanta ferocidad y aplomo por parte de vampiros neófitos. Como su creador siento gran orgullo, pero como fiel sirviente de la corona, debo poner alto a su peligrosa rebelión.

Petecuy, quien chapuceaba el castellano, se irguió desnudo y caminó hacia el español con el pecho en alto.

—A pesar de que nos superen en número y pueda oler los maleficios en sus bastones de fuego, no moriré una segunda vez sin haberme llevado antes a más de la mitad de sus hombres.

—¿Quién ha hablado de muerte querido cacique? Por más que la corona los quiera muertos, el código de mi especie prima sobre cualquier monarquía. Podeís tomar esto como un negocio, pero es más un ultimátum. Tú y tu mujer deben abandonar el nuevo mundo. Renunciar a la revuelta que han establecido y no regresar hasta que los hijos de los hijos de los hijos del último conquistador hayan perecido.

Petecuy desenfundó los colmillos y cada músculo de su cuerpo se encogió cual resorte, listo para emprender el nefasto ataque. Petecuy, era conocido entre sus enemigos como el hombre de fuego, pero su tenacidad se disolvía cuando su mujer le hablaba. El, creía con fervor que sus consejos eran palabra sagrada. En su idioma nativo, le susurró al oído del cacique una orden funesta.

—Sabes que no mostrarán piedad. No se regresa dos veces de la misma muerte. No podemos combatir a un continente entero. Este territorio ya no es nuestro, en los piedemontes se erigirán montañas de piedra y los niños no recordarán venerar a los ancestros. Hiciste más de lo que debías. Es momento de que el amor que nos profesamos sea la única tierra a defender.

El español ordenó bajar las armas y le permitió a Petecuy llevarse una mochila con ropajes y oro. También le entregó una carta que podía usar si decidía partir a Europa, para ser acogido por la unida sociedad de vampiros del viejo continente, debía presentarla al jefe de puerto de Cartagena. Atravesaron  a pie limpio el tramo entre Cali y La Heroica. Avanzaban de noche, a la velocidad del sonido, sin sentir cansancio, ni dolor, ni frío. Se alimentaban de soldados dormidos y aprendieron en poco tiempo costumbres para ellos desconocidas. Una vez en Cartagena, acecharon los puertos durante varias noches, hasta que lograron identificar de voz de un almirante, donde habitaba el jefe del puerto. Entraron a su casa a media noche. El hombre se encontraba escribiendo bajo la luz de una tenue lámpara de querosén.  Se sorprendió menos de lo normal al ver a la pareja de vampiros a escasos metros de su escritorio.

—Los de su especie no conocen que es tocar una puerta. Tienen suerte de que esta casa está abierta a su especie, de lo contrario tendrían que contar con permiso del propietario.

—¿Es usted el jefe del puerto?

—Jamás había visto vampiros de tez cobriza—dijo el  regordete hombre reparando las facciones de Petecuy—, sí. Soy el jefe del puerto ¿Tienen alguna carta de recomendación?

Petecuy le entregó la carta, el hombre la leyó, levantando más las cejas con cada párrafo que leía.

—Tiene un poderoso aliado, mi estimado. Mañana zarpa un barco directo el viejo continente. Les espera una nueva vida, en el viejo continente los vampiros ocupan importantes posiciones dentro de la elite.

El jefe del puerto inidicó a Petecuy el lugar y la hora del encuentro. El unico barco que zarpaba en la noche, era un carguero portugués. Los vampiros se lanzaron a la mar e hicieron suyo el viejo continente. No olvidaron  nunca sus costumbres originarias, pero se hicieron parisinos, madrilenses y hasta belgas. Petecuy desarrolló múltiples vocaciones, todas las que encajaban en su peculiar horario nocturno. Fue cantinero, pintor, escritor y detective. Ganaba algunos pesos de más en peleas clandestinas y aprendió más de treinta idiomas.

Su relación de pareja se fortalecía con cada nueva forma de amar que conocía. Los vampiros a pesar de su desmedido libido, una vez encuentran una pareja, se conectan con ella la eternidad entera. Una cuestión química y empalagosa. En una de sus románticas citas, Petecuy invitó a su amada a un bar en la periferia del casco urbano. Era un bar de jazz, donde ocasionalmente se presentaban bandas de salsa. Petecuy, aliñó un porro antes de entrar y después de bailar la noche entera, propuso a su esposa un disparate que la sacó del idilio nocturno. El cacique había cambiado su nombre a John y su mujer a Carlotta.

—Vamos a regresar al Valle—espetó alucinado.

—¿A qué valle?

—A Colombia, a nuestro Valle. Vamos a volver al lugar donde nacimos. Buscaremos una casa y romperemos el exilio.

—El exilio se rompió con la falsa independencia. No hemos vuelto por elección.

—Pues decido volver Carlotta y quiero que vengas conmigo.

Regresaron a su apartamento, llamaron a la oficina de apoyo vampírico e iniciaron el papeleo de traslado. Vendieron muchas de sus propiedades en Europa y asía. Dejaron unas pocas a nombre de varios amigos y compraron los pasajes a Colombia. Madrid-Bogotá y de la capital a Cali. Cerrando la última de las maletas y antes de embarcarse en el taxi. Carlotta quiso romper la tensión previa al viaje con la declaración de un cambio interno.

—John. No voy a volver a beber sangre.

—¿Como que no vas a volver a beber sangre? ¿Acaso vas a matarte de hambre?

—Madeleine lleva ocho meses sin probar sangre humana. Ha experimentado con diversos sustitutos y encontró un sustituto perfecto.

—¿Qué tiene de malo la sangre humana Carlotta? Tenemos dinero suficiente para comprarla.

—No se trata del dinero. Estoy cansada de envenenarme. El mundo ha cambiado mi amor ¿Recuerdas el sabor de la sangre que bebíamos recién conversos?

John asintió sonriendo.

—No se compara a la mierda que nos venden ahora. Los humanos, consumen animales envenenados. Estos animales consumen alimento envenenado, químicos y pesticidas ¡Se me cae el cabello John!

—¿Cuál es tu alternativa?

—Sangre de rata.

John cerró la maleta, se la terció y caminó fuera de la habitación. Carlotta lo siguió por el pasillo, jalándolo de uno de sus gruesos brazos.

—¡Escúchame! deja tu maldito ego a un lado y escúchame.

John se detuvo firme. Con los brazos cruzados sin apartar la mirada de Carlotta.

—La sangre de rata es un excelente sustituto. Existen criaderos dedicados a la producción y comercialización. La venden embotellada; personal y por galones. Seiscientos mililitros te tienen lucido durante cuatro días. Los sentidos se agudizan y al evitar comprar en bancos de sangre no salimos del todo del radar. Ya tengo quien nos supla en Cali.

Carlotta había conseguido un distribuidor en su nuevo barrio. Bochalema, curioso nombre para aquellos que vivieron la caída de los Lile. Los vampiros, compraron un apartamento en el quinto piso de Alejandría. Las primeras semanas, se dedicaron a recorrer montañas y praderas aledañas, remembrando viejos parajes. John, llevó a Carlotta a un terreno baldío a pocos metros de la correccional. El potrero, atravesado por un pequeño riachuelo agonizante. Había sido pisado ya por los viejos amantes.

—¿Recuerdas este lugar?—preguntó John, acercando a Carlotta a su pecho.

—Lo recuerdo. Ha cambiado mucho. Esto no era un pequeño riachuelo, sino una quebrada. Veníamos a pescar  cada luna nueva y…

—El gran árbol donde nos hicimos uno—interrumpió John—, el que nos resguardaba cuando nos cogía la noche y necesitábamos una excusa para evadir las obligaciones.

Un par de ratas, corrían junto al riachuelo. Cazaban pequeños insectos. John, se alejó de su amada y sus pupilas se tornaron amarillas.

—¿Se tomaría usted un trago con su viejo amigo?

John se movió a la velocidad del sonido. Silencioso, depredador. Se escuchó el chirrido ahogado de un animal y el cacique regresó con dos ratas muertas entre las manos.

—No has dejado de ser un salvaje—dijo Carlotta sonriendo.

John, respondió mordiendo el pequeño cuello de la rata. Sus pupilas se dilataron  al sentir el líquido entrando en contacto con su lengua.

—¿Que dirían nuestros viejos amigos si nos vieran cazando ratas en un potrero?

—¡Que importa lo que digan—gritó John eufórico—, ¡Yo soy el cacique Petecuy! y mis dominios van más allá de lo que la cordillera abraza.

La pareja, regresó al 502 de Alejandría. En Europa, tenían el ritual de leer un par de horas junto a la chimenea, a carencia de esta decidieron hacerlo en el balcón. Petecuy, se había propuesto leer solo literatura caleña, con el fin de entender el imaginario colectivo de la urbe. Carlotta, leía un poemario sobre pueblos olvidados y su amado, un libro de crónicas literarias. John interrumpió la lectura, se puso en pie e inicio un incómodo peregrinaje por los escasos metros del apartamento. Gesto que Carlotta conocía bien. El cacique quería comentar algo de su lectura.

—Cuatrocientos años y aún no puedes decir que me quieres hablar.—Petecuy se detuvo, se acercó a Carlotta y sentado en flor de lotto expuso sus cavilaciones.

—¿Que sucedió con toda la riqueza de la tribu?

—¿A qué te refieres?—inquirió Carlotta.

—A todo el oro y demás tesoros que poseíamos. No éramos una tribu cualquiera. Sabes que la furia de los conquistadores hacia los nuestros, no era más que codicia, su estúpida búsqueda del dorado.

—Ahí tienes—respondió Carlotta, regresando a su lectura—, se llevaron todo. No sé porque piensan en eso. No es como necesitáramos el dinero.

—No es por el dinero Carlotta. Es por el significado de muchos de los artículos que se quedaron. Cuando escapamos no pudimos llevarnos nada ¿Recuerdas el anillo que mandé a forjar el día de nuestra doceava luna?

—Claro que lo recuerdo. No todos los días que el hijo de un cacique propone un vínculo eterno a una humilde recolectora.

—Voy a recuperar el anillo.

—¿Acaso no entendiste una palabra de lo que te dije?

—El anillo sigue aquí Carlotta. Según este libro, muchas de las riquezas de la tribu siguen aquí.

—¿Y acaso piensas exponerte por lo que dice un libro de supuestas crónicas? ni siquiera sabes si lo que dice es ciertos. El periodismo es ficción poco creativa.

El amanecer disolvió las sombras. Carlotta corrió las pesadas cortinas y se dispuso a dormir. John, decidió quedarse despierto un poco más, inquieto y ansioso. Carlotta anocheció a las  siete en punto. John no estaba a su lado o se había levantado temprano o no había dormido. Carlotta salió de la habitación para buscarlo. Lo encontró sentado en el piso, rodeado de artesanías de barro. Mochilas tejidas y estatuas de oro. En su palma abierta. El viejo anillo de las doce lunas.

—¿Que mierda hiciste?—preguntó Carlotta saliéndose de casillas.

—Reclamar lo que nos pertenece. Creo que mi siguiente vocación, puede ser la arqueología El museo de la universidad Autónoma de Occidente, no era visitado con frecuencia. Por eso había días que no era abierto al público. Aquella tarde, el encargado ingreso al recinto para limpiar las arañas de las cornisas. Al entrar su cuerpo se paralizo y su tez se tornó pálida al ver a las vitrinas desmanteladas y en la blanca pared del fondo, una consigna con sangre escrita, que en dos idiomas rezaba: “El cacique, ha regresado a recuperar su tierra”.

Ascuas

(Decima entrega de las desventuras del agente Mordis)

por Santiago Angarita Yela

Bochorno, vaho tropical. El asfalto transpirando, emitiendo olores variopintos, escalas de grises con uno que otro vestigio de fritanga. Yaku, arribó al viejo edificio, con el sudor escurriendo y cosquillas en el tórax. Era la primera vez que vería a Rumi desde el incidente, desde eso no habían transcurrido más que un par de semanas. La sirena, sabía que no era prudente venir sin dejar que las heridas sanasen. En las noches pensaba que su proceder no había sido errado, que la juzgaban mal. En las mañanas se le caya el rostro y se negaba a abandonar las cobijas, con el grillete de la culpa atándola a la autoflagelación. No podía vivir así el resto de sus días. Su padre no se daba ni por enterado del daño que había causado al traerla devuelta a la jaula de oro.

El serpiente, el seudónimo resonaba en cada rincón del submundo, amado por muchos, odiado por el establecimiento. Peligroso hasta la medula, con la sangre de tritón fortaleciendo su horrorosa empresa. El negocio de las armas y la prostitución estaba todo bajo su cargo, era lo que más ofendía a Yaku, padre de una sirena y aun así seguía vendiéndolas cual objetos, sirenas, ninfas, enanas, hadas. Las más apetecidas de todas eran las elfas, reduciendo la figura femenina al carácter de mercancía. El ascensor, se negó a funcionar. Yaku se vio obligada a subir los cinco pisos usando las escaleras. Escalones estrechos y un barandal que se podría con el moho.  Al llegar a la puerta del apartamento, la detuvo el sonido de la música electrónica. Estaban celebrando una fiesta, las ondas del bajo se colaban bajo la puerta y entre ella, bailando con la arritmia nerviosa del corazón de la sirena. Yaku, se recostó contra la puerta, hasta quedar casi sentada. Pensando en Rumi, en Mordis, en como el elfo se había recuperado de su depresión y ahora celebraba fiestas junto a sus colegas. Mordis, misterioso ser, trató de encajar con él, con sus dinámicas. Pero nunca logró conectarse al nivel de su relación con Rumi. Es que se gastaba horas completas al teléfono hablando con el enano. De sus sueños, de sus aspiraciones, de como quería más que nada renegar de su naturaleza acuática y encajar con las dinámicas humanas. A estos deseos Rumi, le respondía:

—Vos no sos humana, sos una hija del rio, tus ancestros se regocijaban en grandes ciudades subacuáticas. Pero si querés jugar a serlo, tenés todo mi apoyo, este viejo enano estará siempre para vos.

Yaku, jamás buscó explicación a la amabilidad del enano. Tal vez era algún instinto natural o la sensación de tener alguien bajo su protección, lo hacía sentir magno. Fuese como fuese, Rumi, se había trastocado en pocos días, en una sólida figura paterna.  Se escucharon pasos acercarse a la puerta, acompañados de risas masculinas y gritos de celebración. La puerta se abrió antes de que Yaku pudiese reaccionar y al estar recostada, fue a dar contra el piso del apartamento. Siendo presa de la mirada de todos en la fiesta. La música seguía sonando. Humanos vestidos con estrafalarios disfraces bailaban los unos contra los otros. Botellas y colillas adoquinaban la baldosa. Un enano de rostro joven y barba trenzada, fumaba de un gran bong con la mirada clavada en el cristal de la ventana, al ver a Yaku, se puso de pie y con los ojos irritados dio orden de detener la música y parar la fiesta.

—No quiero ser grosero. Pero se me abren todos para la puta mierda. Incluido vos Marcos, ni se te ocurra que vas a gorrear casa otra noche.

Yaku se puso en pie. Limpió las cenizas de cigarrillo en su ropa y dio paso a la fila india que abandonaba el apartamento. Algunos se quejaban, otros caminaban tambaleándose, uno de ellos no traía puesta ropa interior. El enano de la barba trenzada, miraba a Yaku con una sonrisa de medio lado. La sirena trató de evitarla, pero la provocación surgió efecto.

—¿Se te perdió una igual o qué?

El enano soltó una carcajada.

—Relajáte muñeca. Es que sos igualita a cómo te imagine.

—¿Perdón?

—Perdonada. ¿Venís buscando a Rumi? —dijo, soltando el bong y caminando hacia el baño.

—Si y a Mordis.

—Con el elfo no puedo ayudarte, pero si buscás a Rumi de seguro está en el baño.

Yaku camino cautelosa hacia la puerta del baño. El enano, abrió la puerta suavemente y al encender la luz, se dibujó la figura de Rumi, recostado, abrazando el inodoro. Estaba sin camisa y en ropa interior. Con su vientre peludo y los brazos de marinero. Yaku, notó por primera vez, el amplio tatuaje que tenía en la espalda. Era una frase en un idioma extraño.

—¿Por qué está así? —preguntó molesta.

—Suele pasar cuando intoxicas tu cuerpo más de lo debido. No es tan grave, le espera un fuerte guayabo.

—Sé que está borracho. Me refiero al por qué.

—No han sido días fáciles, volví a la ciudad y decidimos celebrar.

—¿Y quién sos vos?

—Su exnovio—declaró el enano, acercándose a Rumi y palmeándolo en el hombro.

El enano gruñó ante el gesto. Se tambaleo un poco y trató de abrir los ojos. Al ver a Yaku, se puso en pie de golpe, perdiendo el equilibrio y agarrándose de lo que primero tuviese a su alcance. La cortina de baño se rasgó, el enano cayó a la ducha, luchando  por liberarse del abrazo plástico.

—Romor, ayúdame a parar hijo de puta ¿No ves que tenemos visita?

—A mí no me estés insultando, si sabías que tendrías visita no te hubieses tomado las doce botellas.

Rumi logró ponerse de pie, apenado ante su condición, se escondió de la vista de Yaku tras el cuerpo de Romor.

—¿Podrias darme un minuto, Yaku?

Yaku, abandonó el baño dejando a Rumi a solas con Romor. Romor, ayudo a Rumi a vestirse, le lavó la cara y la barba. Rumi no protestaba, solo se dejaba llevar, tratando de procesar a pesar de su estado etílico el regreso de Yaku.

—Pensé que jamás volvería a verla. No sabes lo preocupado que he estado.

—Pues ya está aquí y no puedes dejar que la imagen que tiene de ti se distorsione. Por todo lo que me has contado, esa sirena te tiene en gran estima.

—Romor, debo llevarla a su casa. No sé qué opine su padre de que esté aquí.

—Puedo llevarte en el carro, pero maldita sea Rumi, habla con ella. Dile que no la odias, que sabes que la mentira fue necesaria. Que es para ti como una hija.

—No voy a decirle eso—espetó Rumi nervioso.

—¿No es lo que sientes?

—Se asustará, si escucha eso se asustará.

Romor abandonó el baño y se encaminó a la cocina, llenó una olla con agua y la puso sobre el fogón. Rumi salió a los pocos segundos del baño. Caminó hacia el diván e indicó a Yaku que se sentase junto a él. En cuanto estuvieron cerca la sirena se desbocó en verbo.

—Lo siento. Lo siento mucho, no había tenido la oportunidad de decírtelo. Jamás quise mentirte Rumi. Yo no asesiné a ese hombre y no iba a permitir ser enjuiciada por ello. No quería volver a ver a mi padre. Yo sabía que él se desenvolvía en las sombras, pero jamás lo había visto arrebatar una vida. La División buscaba ejecutarme y tú me salvaste, tú y Mordis arriesgaron todo por salvarme. Rumi, vos, vos sos como…—La sirena se detuvo, sintió como se le cerraba la tráquea, sin posibilidad de pronunciar palabra.

—Vos, sos como una hija para mí. Pero tengo que llevarte a tu casa. Tu padre no sabe que estás aquí y no estoy en posición de tener problemas con la mafia.

Romor, se acercó al diván con dos tazas de café negro. Se sentó junto a Yaku, quedando la sirena en la mitad de los dos enanos. Se terminaron la bebida en silencio. Romor sonreía, Yaku y Rumi, sentían cierta paz cómplice, la calma tras la contención de sentires. Romor fue el primero en abandonar el diván y caminar hacia la puerta.

—Vamos pues, tengo que llegar a trabajar.

Rumi lo siguió, caminando alicorado. Tomando su chaqueta del perchero y mirando a Yaku, quien permanecía sentada.

—Ya es hora de irnos—declaró Rumi.

Yaku, caminó hacia la puerta, dejando la taza de café junto al diván. Su cara no arrojaba expresión alguna. Miraba hacia atrás constantemente, no quería abandonar el apartamento.

—¿Dónde está Mordis? Quisiera despedirme.

—Hablaremos de eso en el carro muñeca­—dijo Romur, mirando su reloj afanado.

Bajaron los tres por las escaleras del edificio. Rumi y Romur agarrados de la mano, Yaku caminando atrás, bregando a no apartarse más de unos pasos. Se veían como una familia, una disfuncional y amorfa familia. Dos enanos y una sirena. El bochorno los golpeó al salir del edificio. Caminaron hacia el parqueadero, donde Romur, los guio hacia un antiguo Cadillac, negro y sin claxon.

El Cadillac surcó las calles de Sultana, navegaba con el viento en la popa sobre las avenidas de madrugada, con dirección al sur, desbocado. La música a alto volumen, hip hop sin lírica, el auto parecía bailar con cada bache que Romur tomaba. Rumi sonreía, con el viento en la barba, menos alicorado que antes, disfrutando de su propia ficción. Su hija y su conyugue, el Cadillac pasó a ser carro familiar y Romur de manejar concentrado a armar un porro.

—¿Todavía estás borracho? —preguntó Romur besando el papel.

—No, ya no tanto. Solo medio prendo.

—Tengo una pregunta para vos, que te las das de tan experimentado ¿Qué es mejor? ¿Emborrachar la traba o trabar la borrachera?

Rumi clavo su mirada en el panorámico, el vidrio reflejaba las luces de las farolas y los letreros de neón. Vio los ojos de Yaku a través del retrovisor y respondió con total propiedad.

—Emborrachar la traba. Trabar la borrachera es una mierda.

Yaku soltó una sonora carcajada.

—¿Cuál es la diferencia? —preguntó la sirena.

—Muy fácil—respondió Rumi—, cuando vos estás trabado, tus facultades físicas están casi intactas. Digo casi porque los reflejos suelen menguarse un poco, pero de resto estas bien, no tenés ganas de vomitar y si te parás a caminar no te vas a ir para el suelo. A eso súmale que no te sentís agresivo, ni melancólico, ni miserable. Con el trago es al contrario, el licor te pone maluco, te pone mal físicamente. Ahora, imagínate joder tus facultades físicas después de las mentales. Una mierda, es mejor joder primero las mentales y después las físicas.

Romor y Yaku se miraron entre si y rompieron a reír.

—Pues quien sabe con quién aprendiste eso, porque cuando estábamos juntos no te importaba el orden de los factores, solo el producto.

—Desde que vos te fuiste me hundí en el celibato.

Yaku carraspeó en el asiento trasero.

—Perdón, se me olvida que estamos en horario familiar ¿Para donde es que vamos, sirena encantada?

—Para la casa de mi padre. Eso queda por toda la panamericana. En la vía a Jamundí

Romur derrapó en la primera entrada. Aceleró el Cadillac y se fundió con la avenida que atraviesa los andes. Rumi miraba a su ex pareja con disimulo. Llevaba hospedándolo en el apartamento un par de días y a parte de la fiesta de aquella noche. Romur había regresado del cerrejón a petición de Rumi, no podía soportar la ausencia de Mordis y necesitaba a alguien que se hiciese cargo del apartamento, mientras lograba finiquitar su otro contrato inmobiliario. Rumi quería regresar a los brazos de Romur y Romur a los brazos de Rumi, pero eran los dos enanos del corazón de la piedra, testarudos y orgullosos. Después de un par de indicaciones más, llegaron a la morada del Serpiente. Una lujosa edificación de varios pisos rodeada por un alto muro adornado con enredaderas y flores silvestres. En los muros se podían apreciar grabados de serpientes. Yaku, se removió incomoda en el asiento trasero. Descendió del auto y tocó el timbre junto al portón.

—¿Que hubo Flor? Abríme sin hacer ruido para que no se despierte el viejo.

—El viejo está despierto—respondió el serpiente al otro lado del micrófono—, entrá relajada y decile a tus amigos que vengan también. Flor se fue el fin de semana.

El corazón de Yaku se aceleró al escuchar la voz de su padre. Se acercó a la ventana del Cadillac, Romur, bajó el cristal atento.

—Que mi papá quiere que entren. Perdónenme por favor, yo no sabía que él se iba a dar cuenta.

Rumi golpeó la cojinería frustrado. Romur se rascó la cabeza, le dio una última pitada al porro y lo arrojo por la ventana.

—Pues que hijueputas. Vamos Rumi, a ese man es mejor tenerlo de amigo.

La pareja de enanos descendió del vehículo. El portón se abrió en ingresaron todos a los dominios del serpiente. El anfitrión los esperaba junto a una gran fuente de piedra. Era un tritón alto, de piel cobriza, barba desaliñada y el cabello moteado por vestigios de canas, a diferencia de Yaku no ocultaba sus branquias.

El Serpiente se acercó a saludar con aire de superioridad. Era más alto que los enanos y que su hija, pero era su mueca de prepotencia la que lo hacía ver como un gigante. Sin musitar palabra indicó a los invitados que ingresaran en la casa. Los muros blancos de estilo colonial, en el interior estaban atiborrados de todo tipo de pinturas. Expresionistas todas. Romur, se detuvo en una de ellas. Un cuadro abstracto de dos figuras quemándose en lo que parecía ser una gran hoguera.

—¿Hermoso verdad? Lo ha pintado un colega. Tiene los dedos bendecidos, es tan bueno empacando pasta, como pintando. Expresionismo, es lo único que compro en pintura. Es ficción, imaginación, trazos del inconsciente ¿Sabes que odio con ahínco?

Romur negó tímido, no esperaba que el afamado jefe del hampa pudiese hablar de arte con propiedad.  El serpiente, prosiguió con su explicación.

—El impresionismo. Lo odio casi tanto como al realismo. No pagaría un peso por una de esas pinturas. No pagaría porque me mostrasen la realidad sin ninguna interpretación. Si quiero un florero, con frutas rodeándolo, mando a alguien a traerme uno. Si quiero una mujer desnuda mirando por la ventana, le ordeno a una que se pare a tomar el sol. Pero por más dinero que tenga, estimado enano. Jamás podré mandar a conseguir la noche estrellada tal cual como la percibió Van Gogh. Estoy empezando a divagar ¿Quieren un whiskey? Yaku, vete a la lavar el cabello.

La sirena asintió de mala gana. El serpiente, caminó hacia un pequeño mini bar empotrado cerca de la cocina. Extrajo una peculiar botella del anaquel y sirvió el trago en tres vasos con hielo.

—Nuestro último encuentro no fue grato ¿Rumi verdad? Has de ser un muy buen tipo. Yaku tiene un talento especial para resaltar los defectos ajenos. De ti no ha dicho nada. No te he agradecido propiamente por haberla salvado. Si no hubieses venido hoy te hubiese mandando a traer. De verdad. Gracias por salvar a mi hija.

—Es una gran muchacha—respondió Rumi—, con mucho fuego.

—No ha sido fácil de criar. Si criar una humana es difícil, no te imaginas lo que es criar una sirena. El caos está en su naturaleza, son todo lo opuesto a los tritones.

—¿Y la madre? —. Romur, golpeó con el codo a Rumi por su imprudencia, haciéndolo tragar más whisky del planeado.

—Decidió quedarse en Aylu, la ciudad sumergida en el Amazonas. La gran metrópolis lineal.

—¿Y Yaku no ha intentado regresar con ella?

—No. Se deshizo de todo lazo con su madre cuando se enteró que ya tenía tres medios hermanos y un padrastro. Son celosas las sirenas, es por eso que no me he casado de nuevo. Yaku no lo soportaría.

El serpiente descubrió a Romur obnubilado con los cuadros en las paredes.

—Usted no es de por aquí verdad? —dijo El Serpiente dirigiéndose a Romur.

—No, soy del Cerrejón. De bien adentro de la mina.

—Eso explica su amor por el arte, son los enanos grandes artesanos de la piedra. De hecho, tengo algo que podría causarles algo de nostalgia.

El serpiente abandonó el mini bar y guío a los invitados hacia el pasillo, al final de este, reposaba una gran estatua de una serpiente de piedra.

—Se la compré a un trasgo. Claramente es contrabando, sé lo celosos que son los enanos con sus creaciones. Desearía tener talento manual, pero el único arte que se ha desarrollado en mí, es el del engaño.

Yaku, interrumpió la charla con un sonoro carraspeó. Tenía el cabello mojado y una expresión pétrea. El serpiente asintió satisfecho al verla.

—¿Cuánto llevabas sin lavarte el cabello?

—¿Tiene alguna importancia? —replicó Yaku.

—No eres hija de cualquier tritón, por lo tanto, no puedes parecer cualquier sirena. —El serpiente se dirigió a los enanos—, ¿Han visitado la ciudad lineal? —El serpiente caminó hacia una pequeña sala de estar, seguido por su comitiva.

—He navegado sobre ella, pero no tuve interés en sumergirme—confesó Rumi.

—Es porque eres un burdo sin curiosidad. No te gusta viajar Rumi, era todo un acontecimiento sacarte de la cama—agregó Romur.

Yaku se sentó junto a los enanos. Alargó la mano para hacerse con uno de los vasos de whiskey, pero en una rápida reacción, su padre, le golpeó la mano con una sonora palmada.

—Sabes bien que no puedes beber aquí. No tengo control de lo que haces en tus pequeñas excursiones, pero bajo este techo no tendré ninguna sirena alicorada.

El serpiente, se dirigía a las hembras de su especie en tono despectivo. Como si fuesen salvajes y primitivas. Como si los tritones fuesen más lúcidos y racionales. Quería criar a su hija lejos del arquetipo, que no expusiese sus branquias. Que no nadara desnuda, que no cantase melodías celestiales, ni extraviase marineros. Yaku, miraba a su padre con resentimiento. Para disipar la tensión Romur decidió intervenir.

—¿Así que eres un conocedor de la cultura enana?

—Conozco menos de lo que debería. He visitado el Cerrejón un par de veces. He infiltrado algunos insumos ilegales para las labores de las cámaras profundas. Ya saben, químicos y explosivos.

—En el Cerrejón no usamos más que las herramientas que nuestras manos puedan soportar—interrumpió Rumi.

—Es un tierno pensar. Pero lamentablemente no es la realidad. Los humanos han contagiado a tu gente con nuevos métodos de extracción. Más agresivos con el ambiente, pero efectivos. Es por eso que en dos décadas han logrado abrir más cámaras de las que se abrieron  en varios siglos.

—Las cámaras de tu padre—dijo Romur dirigiéndose a Rumi.

El serpiente, enarcó las cejas sorprendido. Caminó hasta el mini bar y trajo a la mesa la botella de whiskey. Yaku, se removía incomoda en el asiento, quería irse a su habitación, pero pasar tiempo con Rumi era más importante que su orgullo.

—Así que tenemos un miembro de la elite minera con nosotros—exclamó El Serpiente divertido. Sirvió otra ronda de tragos y se sentó en su solitario diván. La expresión de Rumi se nubló.

—Un hijo no debe pagar por los pecados de su padre. —Yaku sonrió complacida—, Renuncié a todo vínculo familiar cuando me enlisté a La División.

El serpiente, soltó una sonora carcajada. Romur, le dio un largo trago a su bebida. Ligeras gotas de lluvia golpeaban los parasoles en el exterior de la casa, la piscina se arremolinaba con la promesa de tormenta. Rumi, se mordía la lengua, ofendido.

—Me disculpo por la imprudencia, es solo que es una historia ya contada. El miembro de la realeza que abandona su título para dar la vida por su pueblo.

—Mi padre me desterró del cerrejón cuando se enteró de mi homosexualidad—espetó Rumi. Azotando la copa contra la mesa de centro y poniéndose en pie.

El Serpiente lo siguió. Irguiéndose y haciendo palpitar sus branquias como señal preventiva.

—Discúlpelo, está algo alicorado—susurró Romur, para después seguir a Rumi hacia la salida. Yaku, ya no miraba a su padre con resentimiento. Era odio lo que sus vivarachos ojos reflejaban.

Los enanos, salieron de la casa. Cruzaron el sendero de la entrada y se detuvieron frente al gran portón.

—¿Es que el cabrón piensa dejarnos aquí encerrados? Solo basta una señal y tendríamos aquí a toda la maldita División.

—¿Podrías calmarte?

—No me pidas que me calme. Ya entiendo porque Yaku se esforzó tanto por estar lejos de aquí.

—Baja la voz, maldita sea, viene alguien.

Yaku salió de la casa.  Se había puesto una chaqueta y el maquillaje corrido en sus mejillas la hacía ver varios años mayor.

—Perdón por hacerlos esperar. Me han dejado pasar la noche con ustedes. —Rumi y Romur, se miraron confundidos—, he logrado convencer a mi padre. Vámonos, no quiero estar más aquí ¿Podemos ir al apartamento? quiero saludar a Mordis, hace mucho no lo veo.

Rumi agachó la cabeza, evitando la mirada de Yaku. Romur, se hizo a un lado para que la sirena accionase el interruptor del portón. La triada a travesó los grandes muros y se embarcó en el Cadillac. Romur extrajo un papel y algo de hierba de la guantera y se dispuso a armar un porro antes de arrancar. Rumi jugaba nervioso con el seguro dela puerta en el asiento de copiloto.

—¿Por qué no arrancan? —inquirió Yaku exasperada.

Nadie respondió. Romur terminó de armar su porro y se dispuso a carburarlo. Rumi veía la expresión de Yaku por el retrovisor, sintió la embriaguez disiparse por completo y un deseo incontrolable de contarle la verdad.

—A Mordis se lo han llevado a La Cuna.

—¡No puede ser posible! —gritó Yaku golpeando el asiento con violencia. El carro enteró se estremeció ante la demostración de fuerza sobrehumana—, Estaba algo deprimido, pero no como para encerrarlo en ese maldito manicomio.

—Intentó quitarse la vida. Logré salvarlo por poco ¿Qué querías que hiciese? ¿Que lo tratara de cuidar en casa?  ¿Esperando el momento en que su intento fuese exitoso? No deberías juzgar a los otros con tanta dureza.

—¡Deja de hablar como mi padre!

Romur encendió el Cadillac y pisó el acelerador a fondo. Pegados contra el asiento debido a la velocidad, se vieron obligados a parar la discusión.

—¡Me van a escuchar los dos, porque no lo voy a repetir dos veces! Vamos a ir a La Cuna, de aquí a Palmira son como dos horas, esperaremos hasta que amanezca y visitaremos a Mordis. No quiero escuchar ni una sola palabra.

El Cadillac avanzó raudo por la panamericana. Romur, encendió el radio y subió el volumen al máximo. George Michael cantaba sobre el desamor, las dos horas se hicieron eternas bajo el repiqueteo de la lluvia y los reproches mudos.

El Cadillac negro, atravesó el manto ilusorio que mantiene La Cuna fuera de la vista humana. Romur, frenó en seco al encontrarse con un gran tronco henchido en llamas, cubriendo la mitad de la vía. El cielo se teñía de rojo y el olor a humo dificultaba la respiración.

—Yaku, quédate en el auto—ordenó Rumi abandonando el vehículo y desenfundando su hacha.

Podía apreciarse a lo lejos el edificio principal de La Cuna, desquebrajándose producto del fuego. La zona de cabañas carbonizada, el lago bordeado por el fuego fatuo, parecía tener vida. Se esmeraba por cubrir cada rincón del centro de rehabilitación. Rumi avanzó atónito por la carretera, rodeando el tronco que impedía el paso del vehículo. Romur y Yaku le gritaban desde el interior.

—¿Qué hiciste maricón? —susurró Rumi.

Romur descendió del vehículo y corrió hacia Rumi. Las lágrimas contenidas le empañaban la barba. Se sentía el calor emanar de las ruinas, bochorno. Vaho infernal, Rumi apretó el agarre de su hacha y se volteó hacia su viejo amor.

—Quédate con Yaku. No tienes ningún tipo de entrenamiento, no sabemos que ha producido el fuego, ni quienes han llegado a contrarrestarlo. No me voy a arriesgar a perderte, ni pienso dejarla sola.

Romur no se opuso a la orden.  Se alejó de Rumi resignado, acariciando las trenzas en su barba y preparando la máscara de tranquilidad que debía mostrarle a la sirena. Una vez en el auto, observaron a Rumi bajar por la colina, haciéndose más pequeño con cada paso, entregándose con gusto al crepitar de las llamas. En cuanto más se acercaba a La Cuna, más se irritaban sus ojos, la falta de oxígeno le hacía ver borroso. Llevaba más de veinticuatro horas sin dormir y con seguridad el fuerte dolor de cabeza se debía al guayabo. A lo lejos, bultos de escombros atiborraban los jardines de La Cuna. Cuando cruzó el destruido portón, se dio cuenta de que los bultos no eran escombros, sino pacientes, de distintas especies y contexturas. Estaban incinerados, completamente petrificados, transmutados en ceniza, no se apreciaba en los cuerpos ningún rastro de carne ¿Qué clase de fuego ardía con tanta furia en exteriores? Rumi, avanzo por un sendero con vegetación chamuscada. Decidió acercarse al lago, de haber algún sobreviviente de seguro se encontraba refugiado en las aguas. Mordis, debía estar en el lago, el más que nadie sabía cómo contrarrestar los fuegos antinaturales. El único agente en derrotar a puño limpió quimeras y elementales ¿Cómo había quedado reducido a La Cuna? La vida lo había roto a tal punto de clavar una estaca envenenada en su única debilidad: su dependencia emocional. Por más entrenamiento en la academia, no habían podido matar al pequeño cachorro del desierto.

—¡Mordis! ¡Contesta, maricón! —gritó el enano sin recibir respuesta. La desesperación lo llevó a sumergirse en la orilla del lago. Tratando de palpar sin resultado el fondo, en busca de algún sobreviviente.

Con la ropa húmeda, caminó hacia lo que quedaba del edificio central. Un gran cráter en el suelo, emitía humo negro y estaba rodeado de ascuas. La suela de las botas del enano, empezaron a ceder con cada paso. Al llegar a la orilla del cráter, observó un grupo de humanos escondidos tras una gran roca. Lloraban y se estremecían en antinaturales temblores. Uno de ellos se percató de la presencia del enano, lo señalo y gritó desesperado:

—¡Ayuda! ¡Ve por ayuda! ¡Mierda, se acerca, se acerca! ¡Es el cataclismo!

Antes de poder responder un gran chorro de fuego inundó el túnel bajo el cráter, incinerando a los humanos y lanzando a Rumi varios metros hacia atrás. En la academia, los cadetes que elegían la especialidad de agente, eran entrenados para combatir todos los tipos de criaturas inhumanas. Pensantes e instintivas; hombres lobo, vampiros, quimeras, espectros, resucitados y hasta dragones. Cada una tenía su punto de inflexión y Rumi conocía el de todos. Sin embargó la criatura que brotó de aquel cráter, se encontraba fuera de su liga.  Era una llamarada, sin vestigios de hueso u algún órgano. Aparentaba la forma de una gran ave, las alas desproporcionadas y una larga cola ígnea. Un pequeño bulto oscuro en su vientre, llamó la atención de Rumi. El ave de fuego se disipó, sobre el lago, el bulto cayó sobre el lago. Una figura humanoide se esforzaba por llegar a la orilla. El enano se lanzó al agua y abrazó al esmirriado ser, olía a quemado, el tipo de olor que deja el tabaco. Lo ayudó a recostarse sobre la orilla, el pelo mojado le cubría la mitad del rostro.  Rumi se sorprendió al identificarlo. Era Mordis. Estaba vivo, desnudo y magullado. Él era el bulto en el vientre de la nefasta ave. Mordis levantó la mirada con dificultad y después de toser con gran dolor. Logró hablarle a Rumi:

—¿Por qué sigo vivo Rumi?¿Por qué morí  como los otros?

Mordis gimoteaba, el gimoteo se transformó el llanto y el llanto en un sincero abrazo. Rumi no lograba procesar la cadena de eventos.

—Vamos a casa, Yaku, te espera en el auto.

—Aquí me sentía mejor que en casa—replicó el elfo secándose las lágrimas y acomodándose el cabello tras las orejas.

—Es cuestión de tiempo para que llegue el equipo de atención de desastres, eres un testigo y si te niegas a cooperar apelaran a tu inestabilidad mental. Vamos a casa antes de que…

Rumi no consiguió terminar la frase. Amplios portales de variopinto brillo se abrieron a lo largo y ancho de La Cuna. Agentes armados y rescatistas, invadieron la zona incinerada. Incluso el aquelarre decidió abandonar su cómoda oficina, para atender el desastre. El equipo de asalto rodeó a Rumi y a Mordis, quien desnudo, lloraba sobre el hombro de su viejo amigo.

La filosofía de las setas

 

Por Santiago Angarita Yela

Hoy se han llevado a don Fidel. La ambulancia parqueó frente a su casa sin emitir ruido alguno. Los enfermeros, no lograron ingresar la camilla por el estrecho portón, asqueados lo cargaron en brazos, arrancando un par de setas en el proceso. El sabio se quejaba, gruñía y gemía con cada seta que caía sobre la polvorienta baldosa, se perdían las preciadas antenas y su arcana conexión con la gran red.  Mi madre fue la primera en salir al ante jardín, para tener la primicia de cómo se llevaban al viejo. Lo han tenido que sacar con una máscara de oxígeno, para ponérsela le retiraron los mixomicetos en sus labios. Me  acerqué a despedirme y mientras el resto de curiosos se asqueaban por su aspecto, yo solo le preguntaba cuál sería mi papel, ahora que había caído nuestra alucinada empresa. Las puertas se cerraron, el vehículo desapareció en la siguiente esquina y desubicado como un putas, decidí esperar a que cayera la noche, para ingresar a su morada y buscar entre las hojas de su amada literatura rusa, un mensaje entre líneas, un aliciente, un precedente que no diera por perdido el proyecto en el que tanto me había esmerado.

Nadie comprendía a cabalidad mi relación con Fidel, muchos, mal interpretaban mi cercanía al viejo. Pensaban que más que un maestro, buscaba yo las migajas de la riqueza que forjó en vida. Imbéciles, cada uno más que el anterior. Don Fidel no poseía capital alguno. Vivía por tres pesos en una casa invadida por la humedad, ambiente predilecto para el crecimiento de sus tan amados hongos. Lo conocí por accidente en el potrero junto al parque del barrio. Solía fumar en soledad, lejos de los reproches de mi abuela. Que siempre que me veía con cigarrillo en mano daba rienda suelta a su cantaleta nefasta:

⸺Soltá esa vaina culicagado, a tu mama la mató el tabaco y vos vas para el mismo camino.

⸺A mi mama la mató la tristeza. La mató su condición de mascota de concurso.

⸺No sabés de lo que hablas muchacho. Soltá ese verraco cigarrillo, que yo ya no tengo edad para estar enterrando gente.

Yo apagaba el pucho y me salía de la casa, con la excusa de sacar a pasear el perro. La abuela no se comía el cuento, pegaba para el potrero y me sentaba a exhalar humo con libertad. La primera vez que lo vi, tenía aun ese aspecto de intelectual apocado, que se perdió con cada nueva sepa que injertaba en su cuerpo. Se acercó a pedirme un cigarrillo y se sentó en el mismo muro que yo. Mirándome con el rabillo del ojo, buscando con ahínco la intersección entre su mirada y la mía, pidiendo a gritos charla de potrero. La charla de potrero, se diferencia a la charla de pasillo, o a la charla de oficina. La charla de potrero, lo catapulta a uno a planos más elevados. Poniendo sobre la maleza, temas que abarcan desde astronomía, hasta terrorismo. Aquella primera conversación con el maestro, fue un preludio a toda la abrupta metamorfosis. Su aliento olía a humedad, a guardado, a humus.

 ⸺Están hablando ahora mismo, cientos de ellos y eso sin contar el territorio más allá del potrero.  ⸺Mi confundido mirar le dio pie a explicarme­ ⸺, hablo de las setas. Curiosos entes, ni animales, ni plantas.

 ⸺No me he encontrado la primera, hasta el sol de hoy⸺ le respondí.

 ⸺No me sorprende. Vos vas por ahí con la mirada en el cielo¿Qué hay en el cielo? Nada vivo. Nada consciente.

 ⸺Aves, pájaros, polución, mierda. Te sorprendería todo lo que se alcanza a llevar el viento.

Yo hablaba por hablar, dejaba que las palabras escaparan sin filtro. Me gustaba hacer eso con los desconocidos, dármelas de resentido, pretender que el mundo me importaba una mierda. Cuando en realidad, lo que soy es un enamorado,  de las personas más que del concepto de vida. Disfruto observarlas, observarlas desenvolviéndose en sus vericuetos cotidianos. Las relaciones familiares, de pareja, la dramaturgia de los lugares comunes. Las constantes puestas en escenas, las mil y un máscaras, la dualidad. Fidel no entendía mucho de relaciones humanas. Él era un hombre contemplativo, con afinidad por reinos ajenos a lo mundano. Afinidad que decidió compartirme después de una profunda conversación de potrero.

 ⸺¿Sabes cuál es la esperanza de vida de un humano promedio?  ⸺ me preguntó sin mucho interés.

 ⸺ No lo sé, depende de la generación, del contexto, de la geografía.

 ⸺ No empecés con tus divagaciones. La pregunta es concreta⸺me reprochó.

 ⸺Algo entre setenta y ochenta años. No lo sé ¿Por qué me preguntas eso?

 ⸺ Existe un hongo, que ha vivido por más de dos mil trescientos años. Tuve el placer de conocerlo de primera mano, allá en Gringolandia en un pequeño pueblo al este de Oregon.

 ⸺Sos un hablador ⸺ respondí burlándome de su desfachatez ⸺ , si mucho has llegado al norte del Valle.

Fidel, quien usaba sacos de manga larga incluso a medio día. Se levantó una manga, dejando al descubierto su antebrazo derecho. Un espectáculo dantesco, de su brazo sobresalía una seta color miel. El pálido brazo estaba adornado por ramificaciones color tierra y otro par de setas y musgos de menor tamaño.

 ⸺ Jueputa ¿Qué clase de mierda es esa?

 ⸺ No es ninguna mierda, es el trabajo de toda una vida.  ⸺ Sentí ganas de alejarme. Apagar el cigarrillo y regresar a mi casa. Prefería quinientas veces limar el juanete de la abuela. Que tener que ver el brazo de Fidel, repleto de hongos.

 ⸺ Parce ¿Ya has ido a un médico?

 ⸺La medicina moderna no lo comprende. Solo le harían daño a mis preciados huéspedes.

 ⸺¿Sos consciente de que solo son hongos? A mí me dio uno en una uña y en menos de un parpadeo, ya me estaba aplicando cuanto ungüento me vendieron.

 ⸺ ¿Estas desocupado? ⸺me preguntó emocionado.

 ⸺ Mi abuela, se fue a una clase de bordado francés. No tengo que cuidarla, así que, sí. Estoy desocupado.

 ⸺ Acompañáme a mi casa. Tengo algo que  mostrarte.

Abandonamos el potrero y caminamos hasta su decrepita morada. Si por fuera se caía a pedazos. Por dentro parecía inhabitada. Musgo y toda clase de hongos cubrían las paredes. Llenando el aire de esporas y las habitaciones de diversos colores. Habían hongos: rojos, verdes, violetas, naranjas, blancos y amarillos. Fidel me miro con gran orgullo, como si en vez de los repulsivos hongos me mostrase una gran colección de piezas de Arte.

 ⸺En esa pared, hay alrededor de quinientas especies de hongos. En el mundo hay registradas un total de setenta y tres mil.

Yo miraba el recinto absorto, el techo goteaba y las esporas dificultaban la respiración.

 ⸺¿Hay alguna comestible? ⸺pregunté sin dejar de dar vueltas, perdiendo cada vez más la repulsión.

 ⸺¡Claro que las hay! Solo el 0,001% de las setas son comestibles. Pero en la pared hay gran variedad. Tengo en la cocina champiñones y un par de ejemplares de  stropharia cubensis, hongos alucinógenos para los poco entendidos.

⸺No he tenido el placer de probarlos. Una vez me metí un ácido en una finca. Nos salió chimbo, vomite hasta la bilis. ⸺Fidel suspiró.

⸺El hombre, en su eterna lucha por replicar y sobrepasar a la naturaleza. Si quieres uno, solo tienes que pedirlo. Los míos son especiales,  he cruzado la seta perfecta, reuniendo esporas de mis más intrépidos viajes.  De hecho, no es una mala idea comer un par de hongos. Así puedo explicarte mejor lo de la gran red.

⸺¿Gran red? ⸺pregunté.

⸺He notado el asco en tu mirada, cuando me levanté la manga. Crees que estoy loco, pero estás aquí, porque la curiosidad en ti permanece intacta. No tengo muchos amigos y para un viejo habitando el reino fungí, no hay mayor  satisfacción que la de conocer a un humano interesado en aprender.

⸺Esto es lo más bizarro que he visto en mi vida.

⸺No pelado, vos no has visto nada. ⸺declaró solemne.

Fidel ingresó en la cocina. La nevera se encontraba desconectada y en su interior había más hongos. Cultivos de setas por doquier. Fidel, extrajo una olla del gabinete bajo el lavaplatos, la llenó con agua, agregó pasta y encendió el fogón. Me sorprendió que tuviese servicio de gas y agua potable ¿Qué clase de lunático vivía a tres casa de la mía? habitando una cueva fúngica, prehistórica, toxica para cualquiera menos para Fidel. Sentí picor en las fosas nasales, síntoma irrefutable que ingresaban a mí un millar de esporas.

⸺¿Para que las pastas?

⸺Para comer con los hongos alucinógenos. Si los hermanos nos permiten alimentarnos con sus millares de nutrientes, lo menos que podemos hacer es honrarlos con un buen plato.

Empezaba a asimilar las incoherencias de Fidel. He mencionado ya que disfruto de las personas. Pero, disfruto aún más de aquellas con comportamientos peculiares. Las de hábitos nefastos, o hermosos. Las que veneran la estética por encima de todo espíritu y las que añoran reencarnar en un plácido cerezo. Las putas viejas, los gatos tuertos. Todo lo que rompa los malditos clichés. Por eso adopté sin pensarlo a Fidel como maestro. Por loco, por lo hijueputamente excéntrico que podía llegar a ser.

Después de unos minutos, las pastas estaban listas. Pico las setas con un varios condimentos, un par de tomates y a sofreír.

⸺Es que, si te los comés crudos saben cómo a aserrín con tierra.

Mezcló los hongos con las pastas y me sirvió todo en un despicado plato de porcelana. Comí el platillo con saña, el sabor era esplendido y engullí los hongos alucinógenos como si se tratase de simples champiñones.

⸺Ya te dije que son distintos a los que nacen en los potreros. Desde el efecto que causan hasta el sabor de boca. Los he diseñado con un propósito único. Acercarme y poder ver con claridad, las conexiones invisibles que conforman el espectro aéreo de la gran red.

⸺No sé de qué putas me hablás, loco. Pero te puedo decir con seguridad total que para tener el cuero cubierto de setas, cocinás muy bien.

⸺¡Es esa la razón de cada una de mis destrezas! Es que no soy solo un individuo, poseo las facultades de aquel todo del que soy parte. ¡La gran red!

⸺Dejá de fanfarronear con tu esoterismo. Si es que existe una gran red, sácame de dudas y llévame a verla.

Fidel, subió sin musitar las escaleras al segundo piso. Ingresó a una de las habitaciones, adornada por un único sofá: un mueble viejo, con el cuero cuarteado y la espuma rebosando por las múltiples grietas.

⸺Ve, sentate ahí, que puedo sentir como empezás a conectarte.

⸺Yo solo puedo sentí ese hijueputa olor tan desagradable. Huele como si se hubiese muerto algo en ese sofá.

⸺Un par de ratones, comida para la red. Sentáte pues.

Me senté en el sofá, Fidel junto a mí. Me pidió que mirara hacia el techo y que tratara de concentrarme en los colores de las setas. El efecto del alucinógeno, me golpeó con violencia, las setas alumbraban cual bombillos y en el techo, se podían apreciar con un menor brillo, raíces infinitas que envolvían la edificación entera.

⸺¿Estás viendo eso?⸺pregunté asombrado.

⸺No lo mismo que vos, cada uno recibe distintos mensajes de la gran red.

⸺Parce, estoy muy engalochado.

Fidel se puso en pie. Traté de seguirlo con la mirada. Pero las esporas en el aire se hacían cada vez más tangibles, disminuyendo mi movilidad. La noche se extendió varios meses, dormía, despertaba, soñaba y en lo sueños podía transmutar en árbol, bosque y  Bestias.

⸺En nuestro cuerpo, habitan más de ochenta especies de hongos. Es por eso que se puede controlar a otro ser por medio de la gran red.

⸺¿Cuánto tiempo ha pasado desde que llegue? ⸺pregunté asustado.

⸺Unas seis horas.

⸺Siento que han pasado meses⸺ repliqué.

Me puse de pie afanado, y antes de salir de la habitación del sofá, Fidel, se interpuso en el umbral.

⸺Quedáte solo un momento, prometo que después de que te presente a la gran red, podrás marcharte.

Y así fue. Después de la explicación, me dejo ir y hasta le envió a mi abuela una canasta con champiñones. Canasta que nunca llegó a su destino, ya que después de su catedra no me sentí capaz de regresar a la casa, sin antes visitar el potrero. Intentare, para fines técnicos, resumir el gran tratado que recitó Fidel, bajo la luz de los hongos, sentado cómodo en el sofá de las dos ratas muertas.

⸺Para entender la gran red, pelado. Tenés que entender o más bien desentender el concepto de individualidad que está tan arraigado. Existe una conexión física, entre todos los entes vivos que habitan el planeta. Imaginá una gran tela de araña envolviéndolo todo, comunicando, protegiendo, perpetuando todo saber, sentir y actuar. Los humanos no estamos conectados a dicha red. No de manera directa. Las plantas lo están y por supuesto, los hongos. Es a través de estos maravillosos seres que podemos acceder al todo. Imaginá a los hongos como un sistema de telecomunicaciones. Lo que se encuentra bajo tierra son las hebras, los cables y las setas, son los repetidores, las antenas. Es por eso que al criar setas sobre mi piel, logro maximizar mi capacidad de recepción. Es una relación simbiótica, ellas me nutren y yo las nutro, me mantienen informado, despierto, atento a todo cambio a lo largo de la vasta extensión del globo terráqueo. Mi proceso está en etapas primeras, pronto lograre dar el siguiente paso y entregar de lleno mi cuerpo a la tierra. Conectarme.

Sentí miedo con su monologo, sonaba fanático, alucinado, enfermizo. Sin embargo, lo comprendí, como no iba comprenderlo si es que podía verlo de primera mano. Los cables, las antenas el brillo que emitían. Mi estado de consciencia alterada, me permitía conocer la verdad, sin velo ni mascara.

⸺Debo irme⸺le dije⸺, pero volveré mañana, quiero ver como sucede eso del siguiente paso.

Y al día siguiente, regresé a aprender más sobre la red. Cátedras magistrales, con lugar para la praxis. Aprendí a cultivar, aprendí a entender palabras aleatorias del idioma de los bosques. Fidel, me develaba de apoco de que se trataba la siguiente fase de su plan. Pero quería enseñarme a mantener a sus hongos sanos, antes de seguir. Llegué a pensar que la siguiente fase se trataba de suicidio, inferencia que Fidel aclaró jocoso.

⸺¿Parezco un hombre que añoré la muerte? No pelado, yo soy como vos. Un enamorado de la vida. De los hongos más que de las personas. Pero, vos sabés.

No podía refutar aquello, a pesar de los hongos sobresaliendo de todo su cuerpo. Fidel, parecía un hombre feliz. Estaba satisfecho de su imagen y de su capital intelectual, que añoraba más que a sus amados hongos. En algunas ocasiones, durante las largas sesiones de estudio, lo vi mirarse en el espejo, tocarse las setas sobresaliendo y sonreír.

Mi abuela empezó a cuestionar mis largas ausencias, le agradaba mi presencia y a mí la suya. Fue la única persona en recibirme tras abandonar los  estudios universitarios. Para evitar sus preocupaciones, Fidel, sugirió una visita, dijo que le informaría a la abuela lo que hacíamos, que no me preocupara, que él se las arreglaría para que yo tuviese total disponibilidad de tiempo. Yo tenía miedo que mi abuela notase las setas, pero la tarde previa a la reunión, decidió arrancárselas, darse un baño y vestirse de mentiroso. El timbre sonó y corrí a abrir para ver a Fidel antes que mi abuela. La vieja se me adelantó y cuando había ya bajado las escaleras, los vi saludándose efusivos.

⸺Este pueblo es un pañuelo, esto es increible⸺repetía mi abuela parada junto a la puerta.

Al notar mi presencia se llevó las manos a la cabeza y exclamó emocionada.

⸺Mirá las cosas alejito, que vaina, este profesor tuyo es nada más y nada menos que el hijo de Leonor. Como Está de cambiado.

Traté de forzar una sonrisa, la abuela, invitó a Fidel a la mesa y sirvió la cena de ipso facto, Carne en salsa de champiñones.

⸺¿Y entonces Fidel, has estado trabajando con mi muchacho?

⸺Así es doña Sara. Su nieto es un pelado brillante, con gran talento para la ciencia.

⸺¿Alejandro? Ay Dios lo oiga. Hace dos meses está viviendo conmigo. Dejó la universidad y mi hijo lo sacó de la casa.

⸺La universidad no es una fuente única de conocimiento. Hoy en día es posible aprender por medió de la red. ⸺En cuanto dijo la red, me atraganté con uno de los champiñones.

⸺El internet y esas cosas, yo ando aprendiendo a manejar ese verraco guasá ¿Entonces han estado ocupados estos días?

⸺Si señora, estoy realizando un importante experimento. Conocí a su nieto dando un paseo por el potrero y con la primera charla supe que sería un ideal asistente.

Fidel se expresaba de mí como nadie nunca lo había hecho. Tal vez la mitad fuese mentira, pero a mí no me importaba. Yo solo quería conocer más de la gran red.

⸺No sabe cuánto me alegra escuchar eso, yo si le dije a mi hijo: “Freddy, a vos pareciera que se te hubiera olvidado la lora que diste, algún día Alejandro se va a enderezar.”

⸺Solo le digo la verdad. Es un muchacho dedicado. De hecho, está noche íbamos a analizar unas muestras del el ultimo cultivo ¿habrá algún problema?

⸺Ni más faltaba⸺respondió la abuela afanada⸺, vaya más bien a cambiarse de ropa Alejandro, parece un hippie, así no se visten los científicos.

No le comenté a Fidel nada sobre la cena. De alguna manera, había logrado engatusar a mi abuela ¿Cómo eso que se conocían de antes? Fidel había mencionado en una ocasión que había sido profesor de la universidad nacional, pero no me pasó por la cabeza que en Palmira había una sede. Esa noche, al arribar a la casa, Fidel, me ofreció pastas con champiñones, dijo que debía comer bien, porque sería una noche especial.

⸺¿No dijiste que íbamos a analizar unas muestras?

⸺Mentí. Hoy pelado, es el día te tu primer simbionte.

Asentí seguro, como si en realidad supiera lo que estaba a punto de suceder, lo que estaba a punto de cambiar. Como si mi nivel intelectual me diese para entender, la nueva relación que estaba a punto de surgir. Fidel, me llevó a la habitación que usábamos para criar nuevas especies. Me pidió que me sentara en una silla de madera roída y buscó durante unos segundos, diversos artefactos en un armario sin puertas.

⸺Mixomicetos, Stemonaria rufipes, para ser específicos. Sé que no te gusta la apariencia estética de las setas. Así que he escogido un hongo de apariencia mohosa y antes de que te pongás, debo notificarte, que este hongo es una de mis modificaciones. Tiene la capacidad de moverse, si, cambiar de lugar. Así que puedes ocultarlo con facilidad. No voy a obligarte, claro está. Es una decisión, permanecer abstraído o acceder a la red.

⸺Acceder a la red⸺declaré de inmediato.

 Era una decisión que había tomado de antemano. Sabía que la única forma de ver las cosas como el maestro las veía, era imitando sus hábitos, compartiendo mi cuerpo, alimentando a mis huéspedes. Fidel se acercó a mí con una pequeña caja de Petri. Me hizo extender el brazo y sobre el antebrazo con sumo cuidado vertió el contenido del recipiente. No sentí nada.

⸺Ahora solo falta el acelerador. No es por nada pelado, pero esta es la vaina que diferencia mi trabajo del de cualquier otro Micólogo. Esta parte puede doler un poco, el hongo va crecer de golpe.

Antes de que tuviese tiempo para responder. Fidel, con un gotero aplico varias onzas de la mezcla sobre mi brazo. Sentí como mil agujas se clavaban en mi piel, para después recorrer el interior de mi brazo, moviendo  a su paso tejido el tejido muscular. Puedo asegurar, que sentí como la raíz se extendía por mis venas. Alimentándose de mí sangre.   Siguiendo la corriente hasta extender su maraña a mi materia gris.

⸺¡Siento que me quema el cuerpo!

⸺Tenés fuerte, pelado. El huésped se encargará de anestesiar tu dolor.

Y así fue, pude sentir la secreción en mi interior, un poderoso anestésico. El dolor se disipó y estaba mi mente lúcida y calma. Fidel, me miraba con orgullo. El Mixomiceto, se movía por mi brazo, extendiéndose y contrayéndose. Cambiando de color, era hermoso, hermoso e intimidante. Tardé un par de semanas en acostumbrarme por completo a la presencia del simbionte. Aprendí a conectarme a la gran red por microsegundos, comprendiendo conceptos impensables, como lo que sentía un árbol al mudar las hojas o el primer vuelo de un halcón. Todo organismo vivo que tuviese contacto con algún hongo, estaba a mi alcance y control. Nuestros estudios marchaban de maravilla. Estaba aprendiendo el oficio del maestro con rapidez y efectividad. Tanto, que decidió el viejo que era tiempo para ejecutar la siguiente fase de su plan. Me pidió que lo enterrase, que lo enterrase en un ataúd de tierra, que le sembrara más de doscientas especies sobre su cuerpo, que no necesitaría comer con tal cantidad de hongos. Compré el ataúd, lo llevé a la casa del maestro en un pequeño carro de acarreos. Casi que no cabe por la estrecha puerta. Sé que debí haber ignorado sus peticiones. Que la segunda fase de su plan era demasiado drástica. Pero se me había contagiado aquella curiosidad científica, aquel deseo de experimentar y aprender del proceso. Yo lo dejé bien enterrado, con la nariz y boca sobresaliendo de la tierra. Enterré hongos en cada parte de su cuerpo, sobresalían de la tierra y el ataúd, parecía un pequeño jardín gótico, adornado por hermosas setas variopintas. Por eso me molesté al ver a los enfermeros sacarlo de la casa. Sin ningún escrúpulo, dañaron mi ardua labor y el sacrificio del maestro. Sé que él conocía los riesgos de su majestuosa empresa. Por eso en pocas horas, cuando el manto de la noche suavice mis huellas. Buscare en uno de sus libros de Dolstoievisky, las instrucciones para continuar con la investigación. La abuela me ha preguntado sin cesar la razón de la hospitalización del maestro. No encuentro que responderle, además de la verdad: “Los hombre como el, al admirar la belleza de las flores, reniegan de su condición de jardinero e intentan por cualquier medio volverse jardín”.

Sachakuna

Por Santiago Angarita Yela

Laura, pobre Laura, esperando como un espectro hasta altas horas de la madrugada, la respuesta de su antiguo amor. Observaba obsesiva la pantalla del celular, con el rabillo del ojo, sin mucha insistencia para no presionar la situación. Andrés se graduaba, después de mil intentos, había pagado para la realización de su tesis lo que le costaban tres semestres, pero el dinero no era un problema y el tiempo menos, mas semestres financieros significaban más tiempo para vivir la juventud desenfrenada que se había propuesto recordar, cuando su cuerpo se añejase y los variados complejos psicoactivos cobraran factura, por el uso y el abuso.  Luisa aun amaba a Andrés, a pesar de que el simpático arremuesco se cagara en la monogamia. Cada salida suponía una nueva promesa de amor, no sabía Andrés aclarar los papeles desde un principio, le costaba comunicarles a sus conquistas que aquel cariño fingido no era más una estratagema para que abriesen las piernas con docilidad. Él les hacía creer que las amaría en un futuro, que  las llevaría a conocer la casa paterna y hasta podrían adoptar un cachorro para navidad. Cuantas muchachas conocieron las vicisitudes del desamor, lo maldijeron con el aroma de su perfume aun impregnado, desearon jamás haberse cruzado con aquel embaucador de alucinado mirar. La única que permanecía siempre dispuesta, era Laura, puede atribuírsele su terquedad a la baja autoestima, el deseo de aventura o la curiosidad fatídica de la primera veintena. A pesar de estar con muchas, ella lo recibía siempre dócil, siempre amorosa, con una sonrisa y sexo con amor, del que Andrés no conseguía en nadie más. Luisa sabía que no estaba bien, su madre la reprochaba y sus amigas habían dejado de aconsejarla, había desarrollado una insana obsesión con aquel pobre intento de maleante, quien portaba en su mente más drogas que aspiraciones y para quien los humanos no eran más que otro instrumento para satisfacer sus epicúreos impulsos.  Llevaban un mes largo sin verse, Laura sufría, repasaba cual obsesa las viejas fotos, re leía los mensajes benévolos y rechazaba a cualquier otro pretendiente. Andrés, había estado con cuatro mujeres durante ese mes, una por semana y a todas les sugirió iniciar un noviazgo, secreto, con la excusa de ser un hombre discreto; lo envolvía el deseo de control, sentir que podía jugar con cada ser que en el confiase, manipular, mentir, follar, bailar, manejar a altas horas de la noche, con el pelo de alguna fulana impregnando la noche de perfume dulzón. Dulzón, como el perfume de toda mujer joven, porque solo las mujeres jóvenes caían en su red de mentiras, las mujeres mayores se burlaban de su porte de yonki mimado, de su ignorancia multidisciplinaria, de su incapacidad de entablar una conversación fluida y sus burdas maneras.  La noche de su graduación, Andrés, se disponía a introducir sus mentiras en las bragas de una de sus nuevas colegas.  Pero la chica, quien conocía las mañas del  descarado bribón, le propinó una bofeteada antes que los dedos rozarán su pelvis.

—¿Qué te pasa maricón? ¿Acaso creés que soy como esas viejas que te vivís charlando? andáte de aquí antes de que te arme escándalo.

Andrés, abandonó la recepción, sin importar que su familia lo esperase emperifollada en el gran salón de eventos. No era la primera vez que lo rechazaban, pero es que ya no era un simple estudiante, era ahora un respetado abogado. La inseguridad que le producía sentir herido su ego desmedido, lo hicieron tomar el teléfono y llamar a quien sabía de antemano jamás podría negarse. Laura, miraba la pantalla con más anhelo que las otras noches, había comprado un regalo para Andrés, para conmemorar su grado, pero él le había dejado muy claro en su último encuentro, que no tenía derecho alguno de buscarlo.

—¿Y es que vos que te creés? Yo no soy tu mascota, ni mierda, dejá de andar queriendo saber dónde estoy o con quien. A vos no te importa ¿Sabés qué? Si seguís así, lo único que vas a hacer es que me vaya, para siempre.

Para siempre era mucho tiempo, Laura, no podía permitir que aquello sucediera, no podía perder el ingrato amor de su amado. Por eso, obedecía sin chistar a sus demandas. No lo llamaba, no lo buscaba, no hacía nada que a él le disgustase. Pero aquella actitud le había asegurado un mes sin verlo, sin sentirlo, sin poder mirarlo a los ojos miel de pupilas siempre dilatadas, sin besar sus tiernos labios, siempre adosados por el sabor amargo de alguna droga.  El teléfono repicó, en la pantalla se leía el fatídico nombre, seguido por un corazón. El corazón de Laura se agitó, al igual que la irrigación sanguínea de su rostro, las mejillas rojas, el alma rota, recomponiéndose por la idea de poder volver a verle ¿Verle? Se conformaría con solo escucharle, su voz ronca, su voz ida, sus ideas dispares y la lengua siempre pesada. Tomó el celular con las manos en sismo y contestó llamada.

—¿Aló?

—Que hubo, mi amor.

Sintió cada célula de su cuerpo estremecerse, romperse y volverse a unir.

—Felicitaciones por el grado, estoy muy orgullosa de vos.

—Ah, sisas, el grado. Ve, te llamaba para decirte que te alistaras. Ya voy para allá.

Eran más de las dos de la mañana, la abuela de Laura dormía y los vestigios de una lluvia de medianoche envolvían al barrio en una bruma de estepa.

—Si claro, voy a arreglarme, me avisas cuando estés afuera.

No hubo respuesta, Laura dejó caer el teléfono sobre la cama y saltó eufórica por la habitación oscura. La luz de la ciudad repasando su sonrisa indeleble, anhelo y nadie con quien compartir su felicidad. Nadie quien comprendiese ese amor sempiterno que le profesaba a Andrés, todos pensaban que era un despropósito, pero ella creía ver en el algo que los demás no, creía ser la conocedora de un gran secreto, de una alta posibilidad de redención. Creencia que era impulsada por doña Nubia, la madre de Andrés, quien la llamaba seguido a preguntarle por el paradero de su hijo. Sostenían largas conversaciones, Doña Nubia lloraba preocupada, manifestaba la impotencia que sentía al ver a su hijo ahogarse en los vicios, ajeno a toda responsabilidad, sintiéndose superior a cada ser, con la potestad no solo de juzgar, sino de castigar, de impartir sufrimientos físicos y del alma. Amparado bajo la inmunidad de la opulencia monetaria, de la alta burguesía, de un padre negligente, violento y corrupto.

Doña Nubia se preguntaba en el salón de eventos porque no regresaba su hijo del baño, mientras Laura excitada se probaba posibles atuendos para deslumbrar a su amado. Desnuda y con la luz de la lámpara dibujando sus formas, pensaba en que el problema no era la ropa, si no los excesos y carencia de su recién formado cuerpo. Se tocaba los pechos y daba vuelta para verse las nalgas, de perfil estaba un poco mejor y el izquierdo definitivamente era su lado ¿Qué era lo que a Andrés no le gustaba del todo? ¿Por qué tenía que irse con otras mujeres? Si no era por su cuerpo, tal vez era por su inteligencia, pero aquello no hacia sentido, ella leía dos libros a mes y era una empedernida cinéfila. Además, Andrés, siempre se metía con mujeres cuya cabeza solo servía para portar extensiones capilares. Interrumpió sus cavilaciones, se dispuso a vestirse con lencería quita fácil, unos jeans apretados y un saco de rayas. No quería hacer evidente su desesperación e inocentemente sabía que era aquella sencillez la que hacía que Andrés siempre regresara a sus brazos, la belleza natural, boquita pálida ojos de catalejo y naricita esculpida, por la genética y no por cirujanos.  No lograba quedarse quieta, caminaba de un lado a otro de la habitación, preparó un café con cuidado de no despertar a su abuela e intento meditar para combatir la ansiedad, sentía su cuerpo vibrando, un extraño y placentero vacío bajo el ombligo. Su celular vibró y un mensaje de texto de Andrés le indicaba que ya había llegado, que bajara porque a él le daba pereza subir. Laura, bajó corriendo, el carro de Andrés se encontraba frente a la portería de la unidad residencial. Laura se subió al auto con los nervios a flote y antes de cerrar la puerta Andrés la recibió con un húmedo beso.

—Qué hubo mamita, como está de linda

Laura sonrió, sintiendo cierta imposibilidad por emitir respuesta.

—Gracias, a vos te queda bien ese traje ¿Cómo estuvo el grado?

—Pues ahí, llegué re pepo a la ceremonia y en la fiesta me dio un bajón muy gonorrea.

—¿Y tu mamá?

—Bien, todo bien con la cucha. Bueno ¿Querés ir a un mirador o algo?

—¿A un mirador?

—Si pues,  un lugar privado.

Laura asintió, Andrés arrancó el auto y se dirigió hacia Ciudad Jardín. Andrés pensaba llevarla a Marte, un conocido mirador en lo alto de una loma, se podía divisar gran parte del sur de la ciudad y de espalda a los farallones.  En el camino Andrés encendió un porro, Laura no fumaba, nunca le recibió nada, pero llevaban un mes sin verse y no quería hacerle desplante alguno. Andrés se sorprendió al ver a Laura darle un par de pitadas, pero no hizo comentario alguno. Arribaron la pareja a Marte, la luna menguante iluminaba la cúspide de la loma y como era entresemana, gozaban de completa privacidad. Andrés se bajó de carro y extrajo del baúl unas cuantas latas de cerveza. Las destapó  y agregó dos pastillas de Clonazepam a la de Laura.  Andrés dio un sorbo y escupió por la ventana.

—Agh, esta mierda está caliente. Ya que ¿Vamos para el asiento de atrás?

Laura lo miró desilusionada, ella quería hablar, preguntarle por su vida, tratar de convencerlo de quedarse a su lado y darle el regalo ¡maldita sea! Había olvidado el regalo, en su afán por verlo de nuevo, sintió gran culpa, le había comprado un anillo de plata, con la balanza de la justicia tallada. Su regalo de graduación. Se maldijo así misma, tal vez no se repetiría otra ocasión para entregárselo.

—¿Vamos para el asiento de atrás? —repitió Andrés, esta vez en tono de demanda.

—Si mi amor, yo hago lo que vos querás—Laura sentía como su cuerpo respondía ante los estímulos de la marihuana. Habían sido unas cuantas pitadas, pero bastaba para trabar a una primeriza.

En un parpadeo se encontraba en el asiento trasero, segundo parpadeo y los labios de Andrés amenazaban con rasgar los suyos, sentía cada roce como una ola de caricias. Tercer parpadeo y caía la lencería quita fácil. Andrés la haría suya una vez más, tan suya como a todas las otras mujeres que frecuentaba, pero que importaba aquello, ella era la oficial, a la que siempre volvía, la que hablaba horas por el teléfono con su madre.  Los dos cuerpos se fundieron,  ella encima de su hombre, estremeciendo la cabina del carro con cada movimiento. Andrés clavaba la mirada en el techo del auto, mientras Laura no dejaba de mirar su rostro, enamorada, extraviada, equivocada. El teléfono de Andrés sonó, Laura lo ignoró pero su amado no, paró el acto como si no significase nada, empujó a Laura hacia un lado y respondió con los pantalones en las pantorrillas.

—¿Qué dice el viejo Wilson? Nada manito, por aquí desparchado…sisas estoy en el sur…ufff papi, hierba hidropónica…nonas manín, pero si me han dicho que es otro visaje…sisas aquí tengo unas pepitas…breve ya voy para allá.

Laura lo miraba atónita, pero su estado le impedía articular reproche.

—¿Te vas?

—Sisas, pa donde Wilson, camine la dejo en su casa.

Laura se vistió indignada, con movimientos erráticos y al borde del llanto.

—Un mes Andrés, un maldito mes para saber de vos, para no tener que conformarme con las fotos que subís con todas esas perras ¿A vos te parece justo?

—No vayás a empezar con la cantaleta o te dejo aquí tirada.

—¡Pues Dejáme aquí tirada entonces! No puedo creer que haya creído que esta vez iba a ser diferente ¡sos un hijueputa!

Andrés, abandonó el asiento trasero y ocupó su lugar tras el volante. Las lágrimas de Laura se derramaban sobre la tierra roja, quien diría que era posible llorar trabado.  Andrés cerró todas las puertas con violencia y arrancó el auto. Ignorando los gritos de Laura. La figura de la mujer se hacía más pequeña entre más se alejaba y él, solo podía pensar en la hierba hidropónica que le había conseguido Wilson. Laura, perdió el coche de vista y cayó de rodillas, tiñendo su pantalón con la roja tierra de Marte. Respiró profundo, tratando de recuperar la estabilidad, su cabeza daba vueltas y las dos pitadas se desvanecían para dar paso a las cavilaciones.

—Fue mi culpa, fue mi maldita culpa, no debí haberle dicho nada—pensó, mientras se ponía en pie y limpiaba las lágrimas con la manga del saco.

La lata de cerveza que la había dado Andrés, yacía junto a las marcas de los neumáticos. Laura se acercó y comprobó que estaba casi llena. Se había caído en la faena. Limpió la tapa y bebió el contenido de una sola sentada. Como si con aquella mezcla buscase lavar sus malas decisiones.  Ella ignoraba las pastillas diluidas en la cerveza, pastillas de uso psiquiátrico que usaban los cuerdos, para sentir el cuerpo en un letargo de somnolencia. La calle más cercana quedaba a poco más de un kilómetro, pero era un kilómetro de espeso bosque. Andrés, la había dejado sin remordimiento alguno, sin preocuparse por su estado, se había burlado de ella,  había cruzado la línea. Nadie merecía tal trato, algo se había roto en su interior y por primera vez en un año, sintió por Andrés repulsión. Trató de llamar desde el mirador, no había cobertura de señal. Se sentó a analizar sus posibilidades y después de sentir pequeñas gotas precediendo lluvia matutina, decidió caminar por su cuenta hasta conseguir señal y poder solicitar transporte.

A medida que internaba en la maraña, sentía como si las ramas que la rozaban atrasaran su andar. Era el efecto del Clonazepam, pero ignorando la ingesta de la sustancia, se lo atribuyó a la cerveza. Después de varios minutos de caminata, la linterna de su celular, no era suficiente para iluminar el tupido bosque. El jalón de los árboles se sentía cada vez más fuerte, a tal punto que temía mirar hacia atrás. La brisa del piedemonte de los farallones, hacía que las copas emitieran silbidos armónicos. Laura sentía su cuerpo cada vez más pesado, su corazón acelerado y la mirada ajena, con la fascinación producida por la primera vez que se experimenta un alterado estado de consciencia. Con la vista clavada en las copas de los árboles, ignorando la tierra ante sí, Laura, tropezó con una inclinada pendiente que daba a un pequeño riachuelo. Golpeó su cuerpo con las rocas del lecho y sintió como a  su ropa se adhería el agua y el lodo. Su celular se había golpeado también, la pantalla rota y cubierto por el agua. Sin la linterna estaba ciega. Se arrastró usando el tacto para guiarse fuera del riachuelo y se lanzó sobre la alfombra de hojarasca que cubría el suelo de la maraña. Llorando, golpeando la tierra con violencia y gritando desesperada. Cuestionando su actuar.

—¡Soy una estúpida! ¡Andrés hijueputa! ¡Me quiero morir! —gritaba, con el cabello pegado a las mejillas, a causa de las lágrimas y el lodo.

Se levantó del fango, derrotada, con la esperanza de que tacto bastase para sacarla hasta la avenida. Renegaba en voz alta, con los efectos de la droga evaporando su razón. A los locos los aplaca y los cuerdos los enloquece. Le pedía a su Dios explicaciones y gemía iracunda cada vez que alguna rama alentaba su escape.

—¡Soltáme! ¡Suéltenme todos!—imploró al bosque entero.

El silbido de las copas se transformó en silenció y una voz de tono espectral, susurró un “lo siento” entrecortado.  En otra ocasión, hubiese gritado aterrada, hubiese acelerado su marcha o la confusión la hubiese hecho perder por completo los estribos a los que se aferraba en vano.

—¿Quién putas dijo eso? —preguntó mirando en todas direcciones.

—No quería molestarla señorita, es solo que, por ahí no va a encontrar la salida.

Aunque sus ojos se adaptaban a la falta de luz, Laura no veía más que árboles.

—Ahora sí que me jodí, hijueputa Andrés, hijueputa Andrés.

—Cálmese señorita—replicó la voz.

—¡No me pidás que me calme! Ese maldito me las va a pagar todas.

—No debería manchar su pura alma con deseos de venganza.

Laura, había perdido el miedo, la voz le inspiraba tranquilidad, era suave y emanaba sabiduría.

—¿Y qué Sabés vos sobre mi alma?

—Solo lo que pueden sentir mis raíces. Esta usted pisando una de ellas.

Lura miró sus pies, se encontraba parada sobre una gruesa raíz, la siguió con la vista hasta encontrar el árbol a la que pertenecía.

—No se altere más señorita, créame que estoy tan sorprendido como usted. No esperaba que entendiese el lenguaje de los bosques.

—¡Estoy drogada hasta el culo! Estoy segura de que ese marica puso algo en la cerveza ¡los arboles no hablan!

La voz se tardó unos segundos en responder.

—No es que los arboles no hablen, es que los humanos ya no escuchan. Cálmese señorita, si quiere puedo quedarme en silencio y decirle a los demás que dejen de tratar de guiarla.

—¿Guiarme? —preguntó Laura con ironía, —no han hecho más que impedirme el paso con las ramas.

—Usted deseaba llegar a la carretera y por ahí no es la carretera.

—¿Qué sabés vos sobre lo que deseo?

—Estaba usted pensando muy duro—repuso el árbol—, discúlpeme, a veces peco de imprudente, es solo que los humanos me generan cierta fascinación. Tienen la capacidad de ver el mundo desde el plano físico. Yo estoy atado a estás raíces. Lo que conozco es por lo que me han contado. Perdóneme por haberla incomodado, voy a proceder a callarme.

—¡No! No se calle, ayúdeme a salir de aquí, si mi abuela despierta y yo no estoy en la casa se va a enloquecer.

—Con gusto la ayudaré, la carretera no está muy lejos de aquí, desearía que se quedase un poco más, solo a…charlar.

—¡Estoy mojada! Tengo frio y si me desconcentro probablemente vomite. No pienso quedarme en este lugar. Si me ayudás a salir te prometo que volveré a este bosque y no sé, podés decirles a los otros árboles que me guíen hasta vos.

—¿Puede usted prometérmelo? No soy ningún ignorante, se el valor que le otorgan los humanos a las palabras.

—Se lo prometo, pero ayúdeme a salir de aquí.

—Una cosa más antes de que se marche—espetó el árbol—deseo más que nada conocer el mundo más allá de lo que me muestra la gran red, cuando regrese  lléveme en sus brazos.

—¿Cómo se supone que haga para mover a un árbol?

—Puede cortar una de mis ramas más jóvenes  y encontrar un lugar provisional, cuando crezca lo suficiente como para no poder ser transportado, puede usted sembrarme en otro lugar y repetir el proceso.

—¿Querés que te lleve por ahí en una maceta?

—Sé que suena como un capricho, pero es un deseo profundo.  Hay gran diferencia.

Laura, sintió el frio de la noche calarle los huesos y una necesidad imperiosa de dormir, producto de la droga en su sistema.

—Está bien, lo que sea, pero ayudáme a salir de esté maldito lugar.

—Con mucho gusto, Laura.

Laura, se preguntó acerca de cómo conocía el árbol su nombre, pero al verbalizar la inquietud solo lograría prolongar la conversación e imperaba la necesidad de regresar a su hogar, más que la curiosidad. Las ramas de los arboles la tocaron nuevamente, pero esta vez no como una leve guía. La joven sintió su cuerpo levantarse del suelo y ser transportado con delicadeza. Como si estuviese recostada en una banda mecánica. Minutos después, sus pies tocaron tierra en un claro, donde a escaso metros se divisaban las luces de una farola. Laura, caminó con apuro, encontrando la carretera y un par de edificios. Se dio la vuelta para agradecer, pero los arboles permanecían pétreos. Camino hasta la avenida, donde logró abordar un taxi que cobrándole recargo nocturno, la llevó devuelta a su unidad residencial. Ingresó en su apartamento con sumo sigilo y se despojó de la ropa, embarrada y oliendo a hojarasca. Desnuda, se recostó sobre la cama y el cansancio no le dio tiempo para soñar.

Laura despertó a eso del mediodía, su abuela le preparó el almuerzo y le recomendó no trasnochar tanto, que las ojeras le cubrían la mitad de la cara. Laura sonrió, quiso contarle a la vieja el suceso del árbol, pero no lo creería, ella misma dudaba que se tratase de algo real. Recordó que había perdido su teléfono, pero no lo necesitaba, estaba en vacaciones y el único ser con el que le preocupaba comunicarse, la había dejado abandonada a su suerte, drogada y confundida en la mitad de la nada.  Debía volver a Marte, al bosque contiguo, saber si el suceso no fue más que un producto de su desesperación y su alucinada imaginación. No había consumido nada que la hiciese alucinar, nada que ella supiese ¿Qué había puesto Andrés en su cerveza? Laura decidió tomar un baño, se vistió con ropa deportiva y tomó su bicicleta, diciéndole a su abuela que iría a hacer algo de ejercicio. Saliendo de la unidad, se encontró de frente con Wilson, uno de los mejores amigos de Andrés quien al verla se alarmó y corrió a su encuentro.  Laura no aminoró la marcha, pero el insistente muchacho se interpuso en la ruta de la bicicleta.

—Laurita, esperáte. Jueputa, estaba muy preocupado.

—¿Ah sí? Claro, preocupadísimo. Quitáte que voy de afán. Poco hombre.

—Ve, no me tratés así, que yo no tuve nada que ver, Andrés llegó anoche diciendo que se había volado del grado, no que estaba con vos. Después nos fumamos los porros y ya para irse, va y nos suelta la joyita, de que te había dejado tirada en Marte y con dos pastillas de clona encima.  Te llamé como cien veces, estuve a  punto de llamar a tu abuela.

—Quitáte William, no estoy para escuchar  excusas chimbas.

Laura, giró el manubrio de la bicicleta y rodeó a William, acelerando tanto que su cabello ondeaba cual veleta en altamar. Marte, no estaba muy lejos del apartamento, solo bastaba bajar por la Panamericana, coger la Quinta y girar tres veces después del Carulla. Dejó la bicicleta amarrada a una alta farola y se introdujo con  miedo en el bosque. La frontera donde la urbe se desdibujaba y daba paso a la frágil remanencia de los tiempos de los elementales.  De día todo era distinto, perdía cierta magia, el manto de incertidumbre, el beneficio de la duda. Podía ver claramente donde terminaba el bosque a pesar de la maraña y un pequeño camino, guiaba los pasos de los viajeros hasta el ápice del montículo de tierra roja.  Se escuchaba música a lo lejos, instrumental sintética, de seguro había alguien en el mirador, una pareja o tal vez un quinteto de estudiantes, volando sin abandonar el suelo, esquivando sin saber, la fuerza de gravedad y con gravedad juzgando a aquellos que no comulgan con su estilo de vida. Laura no comulgaba, o no sabía si lo hacía porque había pasado los mejores años de su vida persiguiendo idiotas, siendo engañada, maltratada, ultrajada y a medias amada. No había otorgado a la vida la oportunidad de educarla, ni al tiempo de otorgar propósito a su caminar dócil. Por eso dudaba cada vez menos del encuentro con el árbol, añoraba que no se tratase de una mentira, que no fuese otra estrategia de algún incauto para hacerle abrir las piernas. Caminó hasta el arroyo donde la noche anterior había tropezado, no había rastro de su celular. Levantó la mirada y sin esperanza de respuesta, dijo casi en susurro:

—Ya estoy aquí, por si te interesa. Agh parce, parezco estúpida, hablando sola.

Una fuerte brisa agitó las copas del bosque entero, a pocos metros, un árbol se movía antinatural, haciendo crujir su corteza.

—No está hablando sola, solo no quería asustarla, decidí esperar a que usted diera por iniciado el encuentro.

Laura tomó unos segundos para identificar de dónde provenía realmente la voz, pero no lo logró, era como si estuviese en todas partes o retumbando en su cráneo.

—Lo siento, estaba un poco distraída, han sido días…estrambóticos.

—Buena palabra ¿ya mencioné que me causan gran fascinación los humanos? los humanos y sus lenguas, mis hermanos no opinan lo mismo, nosotros nacemos con la facultad de emitir y recibir mensajes en el idioma de los bosques, el mismo que hablan las aves, las bestias y los duendes. Ellos no entienden lo hermoso que es conocer cien formas de pronunciar el amanecer.

Laura calló por unos segundos.

—No me malinterpretes, pero no me siento capaz de poder seguir con la conversación. Yo entiendo de lo que estás hablando, pero no tengo ninguna opinión sobre el tema.

—Entender es más valioso que replicar sin fundamentos.

—Siento que he perdido el tiempo, es decir, mirá de lo que estás hablando, son temas que todo ser viviente debería tocar, pero desde que conocí lo que era el amor no he hecho más que sufrir a costa de malas decisiones, descuidando mi familia, mi academia, mi alma.

—Siento decepcionarte Laura, pero no has conocido lo que es el amor, solo una nociva forma de apego. El amor es un concepto que yo no diría puede ser definido, es variable, independiente desde cada perspectiva. Nadie ama de la misma manera, nada ama de la misma manera. No te ama la brisa de la misma forma que te aman los mares. No puedes reclamar el tacto del río pero si el de los hombres.

Laura sonrió enternecida.

—Entonces supongo que no debería sentirme tan mal, si lo que sentía por el hijueputa de Andrés no era amor, va a ser mucho más fácil olvidarlo.

—Es usted una mujer muy perspicaz. Venga, súbase a mí, hay una rama joven con alta probabilidad de pelechar, que espera a ser cortada. No voy a mentirle, estoy experimentando sentimientos muy humanos al anhelar el don de transportarme en el plano físico.  Estoy sintiendo, sintiendo miedo y expectativa ante lo venidero.

—Ansiedad—replico Laura—, existen un par de drogas que podrían ayudarte con eso.

Para ese punto, Laura, ya había identificado el árbol con el que dialogaba. Se acercó a él y cada rama se posicionaba en el lugar propicio para facilitar la escalada. La rama joven se encontraba a tres metros del suelo, Laura, envolvió sus dedos alrededor de ella pero dudó al momento de romperla.

—¿No te duele si la rompo?

—Me dolerá más si no lo hace.

Laura rompió la rama, el árbol no se inmuto. Bajó más rápido de lo que subió y admiró la pequeña rama con curiosidad.

—Ósea que ¿Si siembro esto, va a salir otro árbol?

—No otro árbol, el mismo árbol.

—No se puede estar en dos lugares a la vez—espetó Laura incrédula.

—Es algo que los humanos han tomado como ley universal, es pretencioso y desacertado. Una de las especies más jóvenes sobre el planeta no puede venir de un día a otro y declarar leyes.

Laura se sintió regañada y de cierta forma ignorante e incapaz de replicar. Aquel sabio árbol había aportado más a su entendimiento del mundo que todo ser conocido durante sus dos tiernas décadas. Debía ayudarlo a cumplir su anhelo, de ser trasplantado en una maceta, para así poder recorrer el mundo en cuerpo. Más de media tarde duró la conversación de Laura con el árbol, la joven indagaba acerca de asuntos que para el árbol eran cotidianos, pero para ella fascinantes y el árbol no dejaba de pedir que le relatara cuentos humanos y le cantara canciones, en especial de jazz, el ritmo que según él, se asemejaba más a la lengua de los bosques. Laura, le prometió que le mostraría muchas películas y que lo llevaría a zonas de la ciudad donde ya no se divisan árboles. Antes de despedirse, el árbol dio instrucciones claras para su trasplante y Laura, no aguantó más el deseo de conocer su nombre.

—Ve, a todas estas ¿Cómo te llamás?

—No poseo lo que los humanos denominan nombre, pero si aquello facilita la concepción de mi individualidad, puedes llamarme como te plazca.

—Uff, nunca le he puesto nombre a un árbol, mi perro se llama Luna y tuve un gato llamado René. Pero es que darle nombre a un árbol es otro cuento.

—Ponme como el humano que creó esa canción que te hice repetir tres veces. La que me marchito por escuchar con instrumentos.

—¿Nina Simone? Ese es nombre para una mujer, bueno femenino, no sé si hay árboles machos y arboles hembras. Bueno no pretendo asumir tu género, en estos días es más peligroso eso que apuntar a alguien con un arma.

—Nina Simone. Vamos Laura, lleva mi rama a alguna bella maceta, que si he de abandonar la sempiterna canción del bosque, sea en tus dulces manos.

Laura,  abandonó el bosque, el cielo estaba nublado debían ser mas de las cuatro de la tarde. Arribó a su apartamento agitada. La abuela la recibió con una sonrisa cómplice.

—Mija, un joven vino a preguntar por usted. Yo le dije que la esperara en el estudio.

Laura atravesó el pasillo con prisa, sin reparar que la tierra del bosque ensuciaba la recién lustrada baldosa de su pequeña burguesa morada. Al ingresar al estudio, encontró a Andrés con un ramo de rosas en la mano, ojos de ternero degollado y una caja de chocolates en el regazo.

—Disculpáme princesa—exclamo el joven, poniéndose en pie y caminando hasta la joven.

Laura, dejó caer la rama de la emoción, la pareja se fundió en un húmedo beso y las justificaciones fueron suficientes para perdonar el suceso en Marte. Entre el furor del rencuentro la rama de Nina Simone, fue pateada bajo un viejo Diván. Laura se olvidó de ella por completo, la rama se secó y murió. A los pocos días la abuela la encontró en una jornada de aseo y la arrojó a la basura. En el bosque, todos los árboles se burlaban de aquel iluso, que había confiado su libertad a un retoño de humano. Laura por la pena que causaba su traición, no consiguió reunir la valentía para regresar al bosque de Marte a solas. Un par de veces lo intento con Andrés, pero ningún ser del bosque quería tener contacto con el toxico intento de hombre. Las traiciones de Andrés  no amainaron a pesar de las promesas de compromiso y Laura, tuvo que aguantar con la cabeza gacha los crecientes desplantes. La nostalgia, la llevó a comprar tantas plantas ornamentales, que su habitación se asemejaba a un jardín botánico. Ninguna respondía sus preguntas, ni bailaban al ritmo del saxo. Gardenias, orquídeas, heliconias, nombres humanos; ninguna de ellas se llamaría Nina Simone, ni sentiría fascinación por los humanos. Lejana repicaba la voz del árbol que anhelaba parecer hombre.